Depresión en el niño y en el adolescente

MJ Mardomingo (2002 MJM28)

Introducción

El reconocimiento oficial de la depresión como un trastorno que también afecta a los niños y adolescentes no tuvo lugar hasta los años setenta del siglo pasado. Hasta entonces, la opinión generalizada de la comunidad científica era que los niños no podían sufrir trastornos afectivos por la sencilla razón de que su desarrollo emocional y cognoscitivo no lo permitía. Uno de entre tantos mitos y prejuicios respecto a los trastornos psiquiátricos infantiles. La primera consecuencia de este supuesto era que las depresiones infantiles no se diagnosticaban ni trataban, el curso clínico era incierto, y el paciente quedaba abandonado a su suerte.

Es verdad que ya en el siglo XVII, Robert Burton en su obra Anatomy of melancholy (1621) refiere como causa posible de la depresión la falta de atención y afecto durante la infancia, y en el siglo XVIII George Baker (175) considera que la melancolía puede darse en los niños y deberse, entre otras cosas, a la rivalidad con los hermanos. Por su parte, en el siglo XIX el pediatra Charles Weste dedica un capítulo de su tratado de pediatría a los trastornos mentales y describe un caso de depresión en una niña de diez años, sin embargo, no será hasta la segunda mitad del siglo XX cuando se aborde de forma integral y rigurosa el estudio de los trastornos depresivos en los niños y adolescentes.

La palabra depresión viene del latín deprimere que significa hundirse, mientras la palabra manía viene del griego y significa locura, delirio, agitación, exaltación y euforia excesiva. La característica esencial de los trastornos afectivos es precisamente el cambio del humor, bien hacia la tristeza o bien hacia la euforia y la exaltación.

El sentimiento melancólico es un buen símbolo del estado anímico de muchas personas a finales del siglo XX y comienzos del XXI. Un siglo XX que ha frustrado tantos deseos y ha decepcionado tantas esperanzas. Los adolescentes captan este sentimiento de desilusión y melancolía y encuentran justificada la tristeza, el desaliento y la angustia que en ocasiones les embarga. Acudir al médico en estas circunstancias puede ser lo más natural (1) y el papel del pediatra y del médico de cabecera insustituible para el buen diagnóstico.

Epidemiología

Una de las características del siglo pasado ha sido precisamente el incremento paulatino de las tasas de depresión. Los estudios epidemiológicos ponen de manifiesto que las cohortes nacidas antes de la Primera Guerra Mundial sufrían menos depresiones que las nacidas después, y éstas a su vez sufrían menos que las nacidas después de la Segunda Guerra mundial. Esta tendencia secular al aumento de los trastornos del ánimo ha continuado hasta nuestros días y se ha constatado que los sujetos nacidos en la década de los años setenta tienen unas tasas más elevadas de depresión que los nacidos en las dos décadas anteriores. Otro dato añadido de enorme interés es el descenso paralelo de la edad de aparición de la sintomatología depresiva. Si antes la depresión era una enfermedad propia de los adultos ya lo es también de los adolescentes y de los niños (2) (3).

El fluir del tiempo modula el riesgo de sufrir trastornos afectivos, riesgo que aumenta con el transcurso de la vida y que es mayor o menor según el momento histórico en que se nace. Los adolescentes y los jóvenes sufren más depresiones que los niños, y los europeos de principios del siglo XX tenían menos trastornos afectivos que los nacidos en décadas posteriores. El paso del tiempo regula las depresiones individuales y colectivas e incorpora los acontecimientos históricos a las vidas personales como una manifestación más del proceso de interacción de los genes con el ambiente, tan importante en todas las enfermedades.

Las tasas de prevalencia de la depresión oscilan entre 0,4% y 8,3% en los adolescentes y 0,4% y 2,5% en los niños (4) (5) (Tabla 1). Así como en los niños la depresión afecta por igual a los varones y a las mujeres, en la adolescencia el predominio es mayor en el sexo femenino, con una ratio V/M de 1/2, similar a la que se da en la vida adulta. Uno de los interrogantes que se plantea es el por qué de este mayor predominio femenino, justo a partir de la adolescencia. Es probable que intervengan factores de índole genética, endocrinológica, diferencias ligadas a la patología asociada -que es distinta en ambos sexos, sufriendo las mujeres más trastornos de ansiedad y los hombres más trastornos del comportamiento-, características cognoscitivas también distintas en los dos sexos, y factores educativos y sociales que llevan a las mujeres a reaccionar ante la vida con depresión y ansiedad, y a los varones con agresividad y violencia.

Por otra parte, los profundos cambios sociales y familiares experimentados en las últimas décadas juegan también un papel esencial en el incremento de los trastornos depresivos, especialmente la transformación del modelo de familia, la competitividad como eje de la vida personal que anula otras dimensiones de la existencia y la exposición permanente a unos medios de comunicación de masas que favorecen la alienación del individuo. No cabe duda de que los niños y los adolescentes son los sujetos más vulnerables a este tipo de influencias.

Clínica

Los síntomas y manifestaciones de la depresión varían en función de la edad, el desarrollo cognoscitivo y emocional del sujeto y la capacidad verbal para expresar emociones y sentimientos. En la Tabla 2 se exponen los síntomas más frecuentes en función de la edad observándose como en el niño pequeño son típicas la irritabilidad, la negativa a separarse de los padre y la falta de colaboración, y en el escolar aparecen ya las dificultades de concentración, el ánimo deprimido e incluso las ideas de suicidio (6).

El cuadro clínico de la depresión en el adolescente es semejante al del adulto. Es frecuente que los adolescentes refieran tristeza, decaimiento, apatía, cansancio, irritabilidad e intensos sentimientos de soledad e incomunicación, como si la enfermedad les hubiera creado una coraza que impidiera el paso al afecto, el interés y la entrega de quienes les rodean. La incapacidad para disfrutar de lo que antes les gustaba, la anhedonia, es otro síntoma típico que da lugar a una sensación de alejamiento de las personas y las cosas, que pierden el significado personal que antes tenían. Ya nada tiene interés, ni merece la pena. Otras veces predominan los sentimientos de inutilidad y desvalimiento que llevan al adolescente a tener una opinión negativa e irreal de sí mismo. El paciente siente que no es nada y que no puede querer ser nada. Los sentimientos de culpa suelen completar el cuadro clínico, sentimientos que se intensifican si se obtienen malos resultados en el colegio, consecutivos a las dificultades de atención y concentración que genera el cuadro depresivo, y a los problemas de relación con los amigos, a quienes el adolescente siente que su cambio personal está decepcionando y a quienes percibe alejados y distantes, por mucho esfuerzo que hagan en demostrar lo contrario.

Los cambios en el sueño y en el apetito también forman parte del cuadro depresivo. Unas veces se trata de insomnio, que impide conciliar el sueño, o se acorta el número de horas que se duerme, con despertares nocturnos y sensación de que lo poco que se duerme no sirve para descansar. Otras veces el paciente tiene somnolencia y pasa el tiempo en el sofá o en la cama sin quererse levantar.

El trastorno del apetito puede ser por exceso o por defecto, traduciéndose en aumento o en pérdida de peso. Otros síntomas característicos son la fatiga y sensación de cansancio, la lentitud de movimientos con sensación de pesadez o, por el contrario, la inquietud motriz que no le permite estar quieto y tiene al paciente en un estado permanente de anhelo y desasosiego.

La imagen de la muerte, las ideas de suicidio, los intentos y el suicidio consumado, son los síntomas más graves y la culminación del hundimiento del ánimo y de los sentimientos de desesperanza y desolación. Las ideas de suicidio pueden haber comenzado tiempo atrás y haberse mantenido en secreto, apaciguándose en momentos de mejoría de la situación personal o familiar, y retornando de nuevo, cuando los problemas, que sólo habían quedado sumergidos, aparecen otra vez.

La distimia se caracteriza porque la sintomatología depresiva se mantiene durante un periodo de un año y la irritabilidad puede sustituir al ánimo deprimido en los niños. Son también característicos los sentimientos de no ser queridos, las reacciones catastróficas, la intolerancia a la frustración, los síntomas somáticos como dolores abdominales y cefaleas, la ansiedad, y los problemas de comportamiento. Es de subrayar que aproximadamente el 70% de los sujetos que sufren trastorno distímico en la infancia y adolescencia sufren en algún momento un episodio de depresión mayor lo que se denomina “doble depresión”.

La distimia es un trastorno de tipo crónico con un cuadro clínico similar al de la depresión pero de menor intensidad. La inestabilidad del ánimo es su característica predominante, una inestabilidad que no guarda relación con acontecimientos vitales estresantes o desgraciados, lo que intensifica el desánimo del paciente que se siente con poco control sobre su enfermedad.

 

Curso clínico y patología asociada

La depresión de los niños y adolescentes se caracteriza por asociarse con frecuencia a otros trastornos psiquiátricos y por la tendencia a la recidiva de la sintomatología, de ahí la importancia del diagnóstico precoz y del tratamiento. Contrariamente a la opinión de muchos profesionales, la depresión infantil,  de modo similar a lo que sucede en el adulto, se caracteriza por un curso clínico recurrente, con una probabilidad acumulada de recurrencia de un 40% a los 2 años y de un 70% a los 5 años. El seguimiento de estos niños y el estudio retrospectivo de adultos que sufren depresión, pone de manifiesto que la depresión tiende a persistir hasta la vida adulta con unas tasas de recurrencia del 60–70% (7) (8). Un factor decisivo en la mala evolución del trastorno es la conflictividad mantenida en el medio familiar (9).

Entre el 20% y el 40% de los adolescentes que sufren depresión acaba desarrollando un trastorno bipolar tipo I (periodos de depresión y manía) a lo largo de un periodo de 5 años desde el comienzo de la depresión (7). Este grupo de pacientes se caracteriza porque la depresión tuvo un inicio precoz, en el cuadro clínico ha predominado la lentitud psicomotriz y los rasgos psicóticos, existe una agregación familiar de trastornos afectivos, y es frecuente la respuesta hipomaníaca inducida por el tratamiento farmacológico.

Otra característica destacada de la depresión infantil es, tal como se decía antes, la alta frecuencia de patología asociada. Aproximadamente el 40–70% de los niños y adolescentes que tienen depresión sufren otros trastornos psiquiátricos. Los más frecuentes son ansiedad (30–80%), trastorno de la conducta y trastorno hipercinético (10–80%) y consumo abusivo de sustancias (20–30%) (10) (11) (12). Es bastante característico que los síntomas propios del trastorno comórbido precedan la aparición del cuadro depresivo, excepto en los casos de consumo de tóxicos en los cuales la depresión suele anteceder a su presentación (11). Los trastornos de conducta surgen muchas veces como una complicación de la depresión en los adolescentes y puede darse la circunstancia de que persistan incluso después de haber remitido los síntomas afectivos propiamente dichos.

La patología psiquiátrica asociada a la depresión ensombrece el pronóstico y el curso clínico a largo plazo, Las recaídas son en estos casos más frecuentes, la duración del episodio depresivo más prolongada con más intentos e ideas de suicidio, mayores dificultades de adaptación y una menor respuesta al tratamiento (13) (14) (15).

Evaluación y diagnóstico

El diagnóstico de una depresión o de una distimia en un niño no es siempre fácil. Requiere del médico experiencia, dedicación y conocimientos. Sin embargo, y por razones obvias, la evaluación correcta del niño y el diagnóstico acertado son los dos requisitos ineludibles para un buen tratamiento. Los pilares básicos del proceso diagnóstico siguen siendo los de siempre en la buena medicina: realizar una historia clínica detallada, la exploración cuidadosa del niño, la información que aportan los padres y la procedente del colegio y del pediatra, y, por último, la aplicación de los criterios diagnósticos aceptados internacionalmente. La evaluación debe abarcar la sintomatología propia del cuadro depresivo, los síntomas de la patología psiquiátrica asociada, el rendimiento académico y la adaptación escolar, familiar y social.

Siempre es fundamental disponer de varias fuentes de información para diagnosticar las enfermedades psiquiátricas; en el caso de los niños es imprescindible. Del diagnóstico dependerá no sólo la elección o no de un tratamiento farmacológico, sino también la elección de la psicoterapia y de las pautas y orientaciones que se den a los padres, elemento clave del tratamiento. La información que dan los padres puede estar mediatizada porque también sufran un trastorno psiquiátrico; de ahí el interés de contar con la opinión de los profesores e incluso con la de los compañeros de clase en algún caso concreto.

La CIE-10 y el DSM-IV proponen los mismos criterios para el diagnóstico de depresión en los niños que en los adultos, excepto en el caso de la distimia en que la duración de los síntomas es de un año. Ambos sistemas de clasificación se proponen minimizar la variabilidad en la interpretación de los síntomas, aportar una terminología común y contribuir a que el proceso diagnóstico tenga un carácter estándar y generalizado (Tabla 3 y Tabla 4).

El diagnóstico diferencial es un apartado fundamental del proceso de diagnóstico. Hay que destacar que muchas enfermedades pediátricas se acompañan de síntomas que pueden confundirse con una depresión. Son ejemplos típicos las infecciones, los tumores, las enfermedades neurológicas, las enfermedades endocrinológicas, la anemia, el lupus, y las alteraciones electrolíticas. El diagnóstico diferencial hay que hacerlo, además con otros trastornos psiquiátricos. En los niños en edad preescolar, con cuadros de maltrato físico, deprivación emocional, trastornos de ansiedad y trastornos de adaptación con ánimo deprimido. En los escolares (6 a 11 años) hay que descartar que sufran trastornos de ansiedad a la separación, ansiedad generalizada, y trastornos de conducta. Por último, en los adolescentes el cuadro depresivo puede representar el comienzo de una esquizofrenia, consumo abusivo de drogas, o un trastorno de ansiedad. En muchos casos el diagnóstico definitivo, como sucede tantas veces en medicina, lo dará la evolución (15) (Tabla 5).

El proceso diagnóstico se completa con exploraciones complementarias que deben incluir en todos los casos análisis de sangre: hemograma, glucosa, creatinina, BUN, iones (Na, K, Ca), función hepática (GOT, GPT, GGT) y función tiroidea (TSH, T3, T4). En aquellos casos en que la anamnesis induzca a sospechar la existencia de una enfermedad pediátrica se realizarán otras exploraciones complementarias, en función de la hipótesis diagnóstica como TC, RM, EEG y punción lumbar en las enfermedades neurológicas; Mantoux y radiografía de tórax en las pulmonares; ECG en las cardiológicas; ecografía ante la sospecha de un problema abdominal etc. En todos estos casos la estrecha colaboración con el pediatra general y los demás especialistas es el elemento fundamental para el diagnóstico.

Mecanismos etiopatogénicos

La depresión, como el resto de los trastornos psiquiátricos y como la mayoría de las enfermedades, no se debe a una única causa o a un único mecanismo. En la etiopatogenia de este trastorno intervienen factores neurobiológicos y factores ambientales, participan factores genéticos, neuroanatómicos, neuroquímicos, neuroendocrinos y también el medio ambiente en el que transcurre la vida del niño, la interacción familiar y el medio económico y social. La división de los mecanismos etiopatogénicos en neurobiológicos y ambientales no significa que se trate de compartimentos estancos que nada tienen que ver entre sí. La clasificación tiene un carácter didáctico ya que genes, neurotransmisores y ambiente se influyen mutuamente, y así como el ambiente modula la expresión de los genes, los genes en la medida en que se expresan, modifican las circunstancias ambientales (16).

La depresión tiene un componente genético probablemente tanto más importante cuanto más jóvenes son las personas que la sufren. El carácter hereditario de la depresión se observa en los estudios de niños y adolescentes deprimidos y en los estudios de adultos. Las familias de los pacientes tienen un riesgo mayor de sufrir depresión que las familias de los sujetos sanos, riesgo que aumenta a medida que disminuye la edad del paciente. Así, los familiares de los niños deprimidos tienen un riesgo mayor de sufrir depresión que los familiares de los adolescentes, y éstos a su vez que los familiares de los adultos. Se calcula que el riesgo de depresión a lo largo de la vida de los familiares de niños y adolescentes deprimidos es del 20-46% (17) (18).

Los estudios en gemelos y sujetos adoptados ponen de manifiesto que los factores genéticos son los responsables de aproximadamente el 50% de la varianza en la transmisión de la depresión y que las circunstancias de la crianza del niño son fundamentales (19). La interacción genes-ambiente es tan íntima, que cuanto mayor es el riesgo genético para sufrir depresión, mayor es la vulnerabilidad ante los factores ambientales adversos (20), es decir, el papel lesivo del ambiente sobre el individuo también depende de la dotación genética que éste tiene. De la misma forma, un medio ambiente protector limitará la expresión de los genes y, por tanto, el padecimiento de la enfermedad.

El hecho de que los padres sufran depresión aumenta en tres veces el riesgo de que los hijos la sufran así como aumenta el riesgo de sufrir trastornos de ansiedad (11). En estos casos es evidente que junto a los factores genéticos, que pueden estar implicados en la patología de los hijos, los niños tienen que hacer frente a altos niveles de estrés en el medio familiar, derivados de la sintomatología depresiva paterna, ocupando un lugar destacado la hospitalización con ausencia del hogar del padre o la madre. La depresión paterna suele representar para el hijo falta de apoyo emocional y de estímulos positivos, y escasa comunicación interpersonal. Y sin duda supone un profundo cambio en la dinámica de la familia, más patente cuando la persona enferma es la madre.

La depresión de la madre influye en el bienestar del niño y en la dinámica de toda la familia, incluso cuando los síntomas depresivos se dan en la etapa prenatal. La relación con el hijo de la madre deprimida se caracteriza por la inseguridad y por la dificultad materna para atender las necesidades emocionales del niño. Esta interacción madre-hijo anómala durante los primeros años de vida, puede marcar el tipo de relación posterior y el sentido que adquieren para el niño las relaciones personales (1).

El papel de los neurotransmisores en la etiopatogenia de la depresión se dedujo tras la observación de que los fármacos antidepresivos modifican la cantidad de neurotransmisor en la sinapsis. De hecho los fármacos que aumentan la cantidad de neurotransmisores en la sinapsis neuronal mejoran la sintomatología depresiva. Por tanto, se deduce que en la depresión hay una disminución de neurotransmisores del tipo de la serotonina, dopamina y noradrenalina, que juegan un importante papel en la regulación del humor,  la estabilidad de los impulsos y el equilibrio de las emociones.

Los fármacos antidepresivos actúan aumentando la síntesis del neurotransmisor, inhibiendo la recaptación o bloqueando el proceso de degradación (Figura 1). En cualquier caso, la cantidad de neurotransmisor sináptico es un elemento fundamental en la etiopatogenia de la depresión, pero no el único. Junto a la cantidad está la sensibilidad de los receptores postsinápticos, el número de receptores y los desequilibrios en su funcionamiento que da lugar a una alteración de los ritmos circadianos del organismo (21). Esto explica que a pesar de que los fármacos antidepresivos aumenten de forma rápida las aminas cerebrales, la mejoría del estado de ánimo del paciente tarda en producirse de dos a cuatro semanas. Es posible que el efecto antidepresivo se asocie a un descenso de la sensibilidad de los receptores postsinápticos beta-adrenérgicos y de los receptores serotonérgicos tipo 2 (5-HT2) y este descenso requiera cierto tiempo hasta que se produzca.

El sistema límbico tiene también un papel esencial en la etiopatogenia de la depresión. Los ritmos circadianos del organismo están regulados por este sistema que regula el ritmo del sueño-vigilia, el hambre-saciedad, el ciclo menstrual, el humor y la capacidad para disfrutar de la vida, funciones todas que se alteran en los cuadros depresivos (Tabla 6).

Respecto a los factores endocrinológicos se ha constatado que algunas enfermedades como el hipotiroidismo y la enfermedad de Cushing se acompañan de sintomatología depresiva y que algunos pacientes deprimidos tienen un aumento en la liberación de CRF que a su vez da lugar a un incremento de ACTH y cortisol. La hipercolesterolemia puede originar lesiones en el hipocampo. También se ha observado un aplanamiento de la respuesta de la TSH a la administración de TRH.

Las técnicas de imagen funcional, SPECT, PET y RMS, que miden el flujo sanguíneo del cerebro y de regiones cerebrales concretas, y la concentración de receptores y de metabolitos como la glucosa, los fosfolípidos o el litio, han detectado en adultos deprimidos una perturbación del flujo sanguíneo en la corteza cerebral frontal, en el cíngulo y en la amígdala. También se ha observado un descenso del consumo de la glucosa en la región prefrontal. Queda por estudiar en qué medida estas alteraciones participan en la génesis del cuadro depresivo o son consecuencia del mismo. También podría suceder que ambos supuestos fueran ciertos.

Tratamiento

El tratamiento de la depresión en los niños y adolescentes consta de tres apartados fundamentales: tratamiento farmacológico, psicoterapia y asesoramiento a los padres. La elección de las medidas terapéuticas se hace en función del cuadro clínico, la edad y las características personales del paciente y del medio familiar. Tanto la psicoterapia como la medicación antidepresiva son eficaces para el tratamiento de la depresión, la combinación de ambos métodos y la orientación y apoyo a la familia suele obtener los mejores resultados (22). El tratamiento con fármacos antidepresivos está indicado en los casos de depresión moderada y grave, aconsejándose la hospitalización cuando existe el riesgo de un intento de suicidio o cuando la familia no es capaz de responder de forma adecuada a las necesidades del paciente como es en el caso de que exista una elevada conflictividad y desorganización en el medio familiar.

Los fármacos más ampliamente utilizados en el tratamiento de la depresión en los niños son los antidepresivos tricíclicos y los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS). La medicación debe darse a la dosis adecuada durante el tiempo necesario. Uno de los errores más frecuentes en el tratamiento de la depresión es administrar dosis subterapéuticas durante periodos de tiempo insuficientes. Los ISRS tienen la ventaja de producir menos efectos adversos, ser mejor tolerados y tener un riesgo menor de muerte en caso de sobredosis al ser menos cardiotóxicos. Es fundamental que el paciente y los padres sepan que la acción terapéutica puede tardar en producirse de tres a cuatro semanas y que es preciso esperar ese tiempo (22).

Los estudios controlados sobre la acción de los antidepresivos tricíclicos en los niños aún son escasos y existe una controversia respecto a sus ventajas sobre el placebo (23). Se trata de una situación similar a la vivida en la psiquiatría general en los años setenta. Las tasas de respuesta se sitúan entre el 40-60% en estudios controlados (24) (25) y el 40 – 90% en estudios abiertos (22). Merece la pena reseñar algunas características de la metodología empleada que sin duda condiciona los resultados como el número reducido de pacientes, las dosis bajas del fármaco, la duración excesivamente breve del estudio y la inclusión preferente de pacientes con depresión ligera (26).

La dosis de antidepresivos tricíclicos es de 1,5-3 mg/Kg/día, recomendándose comenzar por una dosis baja de 0,5-1 mg/Kg/día que se aumenta lentamente a lo largo de 8-10 días hasta alcanzar la dosis media. Si al cabo de tres o cuatro semanas no ha habido mejoría se debe incrementar hasta la máxima dosis. Si transcurridas seis – ocho semanas el paciente no ha mejorado, se recomienda suspender y prescribir otro antidepresivo. Los efectos adversos más frecuentes son sequedad de boca, estreñimiento, somnolencia, retención urinaria y problemas de acomodación. Debe hacerse un ECG antes de comenzar el tratamiento ya que están contraindicados en pacientes con trastornos de la conducción u otros problemas cardiológicos.

Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina tienen la ventaja de que su administración se realiza en una sola dosis al día, son mejor tolerados y hay un riesgo menor de muerte en caso de sobredosis. Se recomienda iniciar el tratamiento con dosis bajas de 5-10 mg/día y subir lentamente hasta 20 mg/día para evitar efectos adversos especialmente gastrointestinales, cefaleas, inquietud, insomnio o sedación (27) (28) (29).

La psicoterapia es otra forma eficaz de tratamiento de la depresión y puede aplicarse de forma aislada o asociada al tratamiento farmacológico. Las modalidades de psicoterapia que se emplean con más frecuencia son la terapia cognitivo-conductual, la terapia de apoyo, la terapia interpersonal y la terapia familiar (26).

La terapia cognitivo-conductual tiene como finalidad modificar las distorsiones cognitivas implicadas en la sintomatología depresiva. Esta forma de terapia es más eficaz que la falta de intervención, permaneciendo simplemente el paciente en una lista de espera, pero no es más eficaz que otras formas activas de tratamiento (30). Sin embargo, cuando se trata de muestras clínicas la terapia cognitivo-conductual obtiene mejores resultados que las técnicas de relajación (31). En términos generales puede afirmarse que los tratamientos más eficaces en los niños y adolescentes son aquellos en los que hay una mejor definición de los objetivos y de los medios empleados para conseguirlos.

Algunas variables probablemente implicadas en las distintas respuestas al tratamiento psicoterapéutico son la gravedad de la depresión, la patología asociada, la psicopatología paterna, la falta de apoyo familiar, la conflictividad en la familia, los acontecimientos vitales estresantes, y el nivel socioeconómico y cultural desfavorecido. La psicopatología de los padres es, por ejemplo, uno de los factores que más puede condicionar la evolución, de ahí que el tratamiento de los padres constituya muchas veces un apartado clave del tratamiento del niño.

Un aspecto complementario tanto de la psicoterapia como de la medicación, es el tratamiento pedagógico de posibles trastornos o dificultades de aprendizaje, desde dislexias y disgrafias hasta retrasos en el aprendizaje escolar consecutivos a los problemas de atención y concentración y a la deficiente imagen personal que forman parte del cuadro depresivo. El contacto y colaboración con el colegio puede ser una gran ayuda.

Por último, el establecimiento por parte del médico de una relación de confianza y apoyo al paciente es, como siempre en medicina, una de las claves del éxito terapéutico y la base y fundamento del resto de medidas que se puedan tomar.