Suicidio al atardecer
MJ Mardomingo, 1997
Se asomó a la ventana y contempló las nubes incendiadas por detrás del pantano. Era el atardecer. Pensó que ninguna belleza de este mundo podía aminorar el dolor del alma, ni compensar la soledad del corazón.
Había sido un día terrible. Se acodó en el alféizar de la ventana y sintió las lágrimas resbalando por la cara, lentamente, y esa lentitud se acompasaba bien con el peso que sentía en el pecho, como una tenaza que no le dejaba respirar.
A lo largo del invierno fue experimentando la lejanía de la gente y una sensación de incomunicación y aislamiento que poco a poco se convirtieron en su sola compañía. Aún se preguntaba por qué. Ángel había dejado de llamarla, la poesía compartida había terminado.
Las nubes se habían vuelto violetas y el cielo tenía ese color azul profundo que tanto le gustaba y le aterró el sin sentido de no poder apreciarlo. Tal vez esa era la clave: Nada tenía sentido. Sintió una oleada de ira y un deseo de venganza. Todos la habían defraudado. Recordó las pastillas de su madre en el armario del baño y pensó en la dulzura del sueño. Un sueño eterno, sin final, en el que tal vez era posible una vida mejor. Cogió el cuaderno de apuntes del colegio y escribió: “Mamá perdóname”. Repetía la frase que tantas veces le había dicho de pequeña cuando su padre y su madre discutían y ella se sentía la culpable.
Salió del cuarto sin hacer ruido y recorrió el largo pasillo con la sensación de haberse liberado de una carga insoportable. Decidió que el frasco entero era la dosis adecuada. Cogió un vaso con agua y volvió a la habitación. Estiró la colcha de la cama y se tendió con cuidado. No debía dudar. Era el momento perfecto. Había terminado de anochecer.
El Suicidio en la adolescencia
MJ Mardomingo, Razón y Fe Nº1179:43-53, 1997
Resumen
El suicidio de los adolescentes es un fenómeno extremadamente complejo en el que inciden factores individuales, familiares y sociales. El aumento de su frecuencia en las últimas décadas requiere con urgencia el estudio objetivo de este fenómeno, superando los tabúes religiosos y sociales que lo han acompañado a lo largo de la historia. Sólo de esta manera podrán ponerse en marcha programas de prevención que sean de verdad eficaces. A lo largo de este artículo se hace en primer lugar una breve revisión histórica del suicidio para exponerse a continuación las tasas de suicidio e intentos de suicidio en Europa, el problema del sentido de la muerte en el niño, los factores de riesgo en el medio familiar de los adolescentes que intentan suicidarse y los cambios sociales que han conmocionado el siglo XX y han tenido una enorme repercusión en el cuidado y educación de los hijos y en los modelos de interacción de la familia.
Perspectiva histórica
El suicidio y los intentos de suicidio son uno de los fenómenos humanos más impactantes y provocadores. Un fenómeno que ha acompañado el devenir de la humanidad desde tiempos remotos y que ha sido abordado y estudiado desde diferentes perspectivas. El porqué del comportamiento suicida es un interrogante que aún no ha recibido cumplida respuesta, y que adquiere una dimensión especialmente dramática y conmovedora cuando se trata de niños y de jóvenes ([1]).
La religión, la ética, la antropología, la filosofía, la sociología y la medicina han abordado su estudio desde sus enfoques particulares, y tal vez ha sido la religión, en la sociedad occidental la que ha tenido un peso mayor en la conceptualización del acto suicida hasta bien avanzado el siglo XX. Si bien ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento prohíben expresamente el suicidio la Iglesia lo condena pronto como un pecado, tal vez en un intento de contrarrestar los deseos de inmolación y martirio de los primeros cristianos durante los años de persecución. En cualquier caso, San Agustín (354-430), cuyo pensamiento tendría tanto peso en la historia de la Iglesia, considera el suicidio como un crimen ya que viola el quinto mandamiento de no matarás, y en el año 693, el Concilio de Toledo decreta la excomunión para todos aquellos que intenten quitarse la vida. El suicidio, por tanto, significa para el cristianismo la transgresión de la ley divina y es un pecado. Este concepto ha permanecido con pocas variaciones hasta nuestros días.
Desde la perspectiva sociológica la obra de Durkheim Le suicide ([2]) publicada en 1987 ha sido el punto de referencia obligado. En el siglo anterior, Hume había reivindicado en su ensayo On Suicide (1777) el carácter humano y no pecaminoso del suicidio, asegurando que no transgrede ni la ley humana ni la divina, y Rousseau había defendido que el mal no está en la naturaleza del hombre, sino en la sociedad en que vive. Para Durkheim el comportamiento suicida deja de ser un acto estrictamente individual y consecutivo a circunstancias individuales, y lo entiende y explica, por el contrario, en función de las relaciones y lazos que el sujeto mantiene con la sociedad, de cómo se sitúa ante las normas sociales y de una serie de condicionamientos de tipo cultural, religioso y familiar que la propia sociedad impone. De forma resumida podría decirse que las dos variables fundamentales son, por una parte, el grado de integración social del individuo, y por otra, el grado de reglamentación social de los deseos individuales ([3]). De acuerdo con este presupuesto, Durkheim distingue cuatro tipos de suicidio. En primer lugar, la integración social deficiente, como consecuencia de una excesiva individuación, conduciría al suicidio “egoísta”, mientras que la excesiva integración e identificación social explicaría el suicidio “altruista”. Una reglamentación social rígida y exagerada conduciría por su parte al suicidio “fatalista” y, por último, la dislocación o disgregación anárquica del grupo daría lugar el suicidio “anómico”. Ejemplo del suicidio egoísta sería el de los enfermos y marginados, escasamente integrados en la sociedad, mientras que el bonzo que se prende fuego o el samurái que se hace el harakiri serían los perfectos representantes del altruista. Las épocas de crisis social favorecerían por su parte el suicidio anómico, y el suicidio de los esclavos pertenecería al tipo fatalista.
Es evidente que los factores sociales ocupan un lugar clave en el comportamiento del individuo y a lo largo de este artículo se comprobará cómo las características de la interacción familiar, el nivel socioeconómico o el aislamiento social de la familia son variables altamente significativas en la génesis de los intentos de suicidio de niños y adolescentes. Pero siendo altamente significativos no lo explican todo. El hombre es un ser social y construye su propia identidad en la relación con los demás, pero magnificar el peso de la sociedad y minimizar la personalidad del individuo concreto, es plantear como dicotómicas dos dimensiones complementarias de la realidad humana: la herencia y el ambiente, la “natura” y la “nurtura”, lo dado y lo adquirido. Sin embargo, los grandes avances de la medicina en general y de las neurociencias en particular, en los últimos veinte años, han permitido un mejor conocimiento del comportamiento humano y de los modos de enfermar, que pone de manifiesto la íntima conexión y la estrecha relación de los factores individuales y sociales, que son no sólo interdependientes y mutuamente se influyen y modifican, sino que son inseparables.
El suicidio de los niños y los jóvenes.
El suicidio del adulto, como cualquier acto humano, puede tener múltiples significados. El suicidio puede constituir el último acto de desesperación y ruptura del individuo con la sociedad en la que vive y con su propia existente, la única respuesta posible ante una situación personal intolerable; puede ser también una expresión del honor personal, un gesto de protesta e inmolación encaminado a conmocionar a la sociedad en la que se produce; y, por último, puede ser también un acto de dignidad del individuo adulto, que considera que su curso vital ha llegado a su fin y no desea pasar por la enfermedad y el deterioro que preceden a la muerte, como en el caso de los esposos Koestler.
Cuando se trata de los niños y de los adolescentes, los suicidios y los intentos de suicidio constituyen una de las expresiones más reveladoras del sufrimiento humano, que se da además en sus miembros más débiles, los niños. Sin embargo, llama la atención que los estudios dedicados al tema han sido escasos hasta mediados de este siglo, seguramente como consecuencia de la actitud general de la sociedad, la familia y los propios médicos y educadores, empeñados en afirmar que el suicidio y los intentos de suicidio no existían, ni podían existir en estas edades.
En realidad, la tendencia a negar la existencia del suicidio en los niños y adolescentes ha formado parte de la historia del pensamiento humano, dando probablemente la razón a la frase de André Gluksman: “nuestra afición a las definiciones sabias y teóricas es directamente proporcional a nuestro desprecio por los sufrimientos de la gente”. Los médicos y otros profesionales han identificado como accidentes muchos comportamientos suicidas y otras veces los han considerado como meros actos impulsivos encaminados a manipular el medio ambiente y a obtener beneficios. Sin embargo, la consulta de los datos registrados en los archivos no avala esta opinión, constatándose que, por ejemplo, en Inglaterra, el 16% de los suicidios ocurridos entre 1485 y 1714, se dieron en niños menores de 15 años y el 27% en jóvenes de 15 a 24 años, unas cifras proporcionalmente superiores a las del resto de la población ([4]). En el siglo XIX se produce un aumento de los suicidios en la adolescencia y Winslow (1840)) en su libro The anatomy of suicide se refiere a un número reducido de suicidios en niños menores de 12 años, señalando como factor desencadenante una riña de los padres.
En Francia, Esquirol (1845) también subraya la rareza del suicidio en la infancia dejando constancia al mismo tiempo, del suicidio de algunos niños como consecuencia de una educación equivocada, que les ha transmitido la idea de que quitarse la vida es legítimo cuando ha perdido todo sentido. Desde una perspectiva distinta Durand-Fardel publica su trabajo Étude sur le suicide chez les enfants en el año 1855, y destaca la importancia de la educación y concretamente de la atención a la vida afectiva y a los sentimientos de los niños por parte de padres y maestros.
Maudsley, en su tratado de Pathology of mind del año 1895, opina que el suicidio es consecuencia directa de la “melancolía”, pero que existe también otra forma de suicidio, de carácter esencialmente impulsivo, que no se precede de depresión y que puede desencadenarse por un motivo trivial. El reconocimiento de la depresión como causa fundamental del suicidio en los adultos, no se da en los niños y en los adolescentes hasta mucho tiempo después, prácticamente hasta nuestros días y no es extraño, ya que es reciente el reconocimiento de la depresión de los niños como una entidad psiquiátrica específica. Durante la primera mitad del siglo XX se inicia el registro más sistemático de los suicidios de los niños, pero no se relacionan con la depresión, atribuyéndoles por el contrario un carácter impulsivo y manipulador del medio ambiente, lo que tiene como consecuencia una marcada limitación del ámbito de estudio. Ha sido necesario llegar casi a finales de siglo, para que se reconozca que los niños pueden sufrir depresiones lo mismo que los adultos y que la depresión es una causa directa de suicidio.
Los comportamientos suicidas: Un hecho real
Los estudios epidemiológicos sobre el suicidio y los intentos de suicidio revelan hasta qué punto se trata de un problema sanitario, humano y social de graves consecuencias. Se calcula que el suicidio constituye la segunda causa de muerte en la adolescencia y representa el 2% de todas las causas de muerte en esta edad. En Europa las tasas de suicidio oscilan entre el 43,5 por 100.000 habitantes en Hungría, con cifras semejantes en Dinamarca, Finlandia, Austria y Suiza, y el 3,5 por 100.000 habitantes en Grecia. Italia tiene una tasa de 5,6 por 100.000 y España una tasa de 5 por 100.000.
Los estudios en jóvenes de 15 a 24 años dan unas tasas de suicidio que oscilan entre el 1,1 y el 17,2 por 100.000 para ambos sexos, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud ([5], [6]), siendo muy superiores las tasas en los varones (61 por 100.000) que en las mujeres (5 por 100.000). El suicidio es mucho menos frecuente en los niños menores de 14 años. Pero en algunos países como Hungría alcanza un 2,5 por 100.000.
Las tasas de prevalencia de los intentos de suicidio son obviamente muy superiores, ya que no es raro que el suicidio consumado se preceda de dos o más intentos de suicidio. La prevalencia de los intentos de suicidio en la población general es aproximadamente de 45 por 100.000 habitantes, y el 12% del total se da en la adolescencia.
Así como el suicidio es más frecuente en los hombres que en las mujeres, con una proporción de 10 a 3, los intentos de suicidio son más frecuentes en las chicas, que superan a los varones en una proporción de 9 a 1. Por lo tanto, las chicas intentan suicidarse más veces que los chicos, pero lo logran menos, mientras que los chicos utilizan métodos más contundentes y lo logran más.
En países como Estados Unidos donde los jóvenes pueden conseguir armas con facilidad, el método más frecuentemente empleado para quitarse la vida son las armas de fuego, de hecho, es el método que emplean el 55% de los niños menores de 14 años y el 67% de los adolescentes de 15 a 19 años ([7]). Cuando no existe tal disponibilidad se emplea el ahorcamiento, la asfixia y el envenenamiento. Respecto de los intentos de suicidio el método más habitual es la ingestión de medicamentos ([8]) seguido de la sección de las venas.
Explicar las diferencias entre ambos sexos respecto del suicidio, y las diferencias en las tasas de prevalencia de unos países a otros es difícil. No cabe duda de que si las explicaciones simplistas son casi siempre erróneas cuando se refieren al comportamiento humano, en el caso de un fenómeno tan complejo como el suicidio, la posibilidad de error es aún mayor. Partiendo de esta salvedad lo que sí es evidente es que las niñas adolescentes realizan intentos de suicidio con mucha más frecuencia que los chicos. Se ha invocado una maduración más precoz de las niñas, que les hace captar e interiorizar antes que a los varones, los problemas propios del mundo de los adultos, y muy especialmente la conflictividad de las relaciones interpersonales. Asimismo, las niñas ante una situación desestabilizadora consideran la ingesta de medicamentos como una posible solución, mientras que los chicos suelen optar por reacciones agresivas y consumo de alcohol y otras drogas.
El deseo de muerte en el niño
Una de las razones que ha fundamentado la negativa de los adultos a reconocer que los niños y los jóvenes podían desear morir en un determinado momento de su vida, ha sido considerar que los niños no tienen concepto de la muerte, por tanto, no la pueden desear. Es decir, el suicidio o el intento de suicidio sería un mero accidente o un modo egoísta de manipular a los familiares y de salirse con la suya
La constatación de que el método utilizado en los intentos de suicidio es en la mayoría de los casos la toma de medicamentos, y en dosis poco elevadas, contribuyó a reforzar esa opinión. Sin embargo, la opinión de los propios niños cuando se les pregunta si de verdad tenían deseo de morir deja poco lugar a la duda: el 73% afirma haber tenido deseos explícitos de muerte en el momento del intento o sentimientos de indiferencia ante la posibilidad de morir ([9]). Los trabajos que contrastan las opiniones de los médicos profesionales sobre este tema, con las de los pacientes descubren enormes discrepancias ([10]). Así, mientras el 34% de los adolescentes que habían cometido un intento de suicidio manifestaron haber tenido deseos explícitos de morir, los profesionales sólo los habían advertido en el 14%. El acuerdo de los clínicos fue total con aquellos adolescentes que aseguraron no haber tenido verdadera intención de quitarse la vida, pero solo coincidieron con el 29% de los que realmente quisieron morir.
La realidad es que la mayoría de los niños y jóvenes que llegan al hospital, refieren que el intento de suicidio representa la única forma posible de terminar con una situación insoportable. Una situación que empezó a gestarse pronto, durante la infancia, con situaciones de abandono y maltrato, ausencia del padre o de la madre, disputas, conflictos y desorganización familiar. Una conflictividad que se caracteriza por escasos periodos de tregua y que más bien tiende a aumentar con el tiempo, con clara intensificación en la etapa de la adolescencia, cuando la familia y la sociedad plantean mayores exigencias a los jóvenes.
Junto a este grupo, caracterizado por la conflictividad familiar y social aparece un segundo grupo en el que predominan los trastornos psiquiátricos y de forma destacada los trastornos depresivos. Por supuesto la depresión y los problemas familiares también pueden coincidir.
Parece evidente que la motivación para cometer un intento de suicidio suele ser compleja y habitualmente responde a más de una razón, pero minimizarlo es no querer reconocer la realidad. Muchos padres sienten vergüenza ante el suicidio de un hijo y lo consideran un deshonor para la familia. La propia sociedad tiende a negar por motivos religiosos o de otros tipos, el suicidio de los jóvenes, sin embargo, el rigor de las estadísticas y la práctica médica diaria son una llamada de alerta hacia un fenómeno, que implica una enorme carga de sufrimiento y requiere que se reconozca y, en la medida de lo posible, se alivie.
Factores de riesgo en el medio familiar
Los factores familiares ocupan un lugar clave, aunque no exclusivo, en la aparición y desarrollo de los comportamientos suicidas, de tal forma que la desestructuración y la desorganización del medio familiar, junto con las pautas anómalas de interacción de los miembros de la familia, son uno de los factores de riesgo fundamentales. Detectar los factores de riesgo individuales, familiar y sociales que contribuyen a la aparición del intento de suicidio y del suicidio es uno de los retos esenciales de la medicina y psiquiatría de nuestros días.
El 50% de los adolescentes que intentan suicidarse refiere que el motivo desencadenante es una discusión con los padres; le sigue en frecuencia el temor al castigo y el miedo a la separación de los padres después de una disputa entre ellos. Otras veces el niño no es capaz de identificar un motivo desencadenante y asegura que en un determinado momento, decidió poner fin con la ingesta de la medicación a una situación familiar que se había prologando durante años y era insoportable. Esta afirmación de los niños se comprueba que es cierta cuando se les compara con un grupo control de la población general de la misma edad y nivel socioeconómico. Se ve que los adolescentes que intentan suicidarse han estado sometidos a niveles de estrés muy superiores a los del grupo control a lo largo del año que precedió al intento de suicidio. Estos niveles de estrés son similares a los que se dan en niños que padecen trastornos psiquiátricos (9).
El medio familiar se caracteriza por la ausencia del padre, unas veces por muerte, otras por separación o abandono. La ausencia del padre actuaría como un factor perturbador del desarrollo normal del niño desde los primeros años, y aparece como un antecedente en la historia de sujetos adultos que sufren depresión y conductas suicidas. Esta pérdida del padre es especialmente lesiva cuando se da durante los primeros once años de vida.
Las relaciones conflictivas entre los padres, la falta de comunicación con el hijo, la falta de atención y el desinterés por los problemas del niño, las críticas persistentes por su comportamiento, la frialdad afectiva, la falta de amor, los castigos como método educativo preferente y el aislamiento social de la familia, son características altamente significativas en los intentos de suicidio. El alcoholismo del padre se da en el 33% de los casos, frente al 2% en el grupo control; si a esto se une que el 62% de los niños tiene relaciones conflictivas con el padre y que en el 33% el padre no vive en el medio familiar, no queda más remedio que concluir que la figura del padre es fundamental en la génesis y desarrollo de las conductas suicidas (8). Esta observación tiene especial relevancia en sociedades que delegan la crianza y la educación de los hijos casi exclusivamente en manos de la madre.
Las excesivas responsabilidades del niño y fundamentalmente de las niñas en el medio familiar, es otro de los datos destacados. Las niñas asumen funciones, trabajos y responsabilidades que corresponden a los adultos y que sobrepasan con mucho las propias de la edad. Estas familias se caracterizan también por el aislamiento social, la falta de apoyo de otros familiares e instituciones, y por tanto, por la ausencia de otros adultos que podrían ser mediadores en los conflictos.
Muchos adolescentes refieren que un hecho aparentemente poco importante como una discusión con un amigo íntimo fue la gota que desbordó el vaso y los llevó al intento de suicidio. Cuentan que el sentimiento de soledad ha sido su compañero más cercano en los últimos días o en los últimos años, y que no han encontrado un interlocutor entre los adultos con quien fuera posible el dialogo y la confidencia, un interlocutor capaz de inspirar confianza y respeto.
Los nuevos cambios sociales
Parece fuera de duda que las circunstancias familiares y sociales pueden actuar como factores de riesgo en el suicidio y en los intentos de suicidio de los adolescentes. La conflictividad, la falta de comunicación, la violencia, la escasez de recursos económicos y la falta de cuidados durante la infancia, forman parte de la biografía de muchos jóvenes que consideran su vida sin sentido. Una característica propia del siglo XX son los profundos cambios experimentados en el estilo de vida familiar y en los modelos de interacción de los padres con los hijos, y tal vez sea necesario reflexionar sobre el significado de estos cambios en la calidad de vida de los niños ([11]). Las grandes migraciones desde el campo a las ciudades y la incorporación de la mujer al mundo laboral han supuesto el paso de un mundo familiar en el que participaban tres generaciones y se compartían mitos, historia y necesidades, a una familia nuclear compuesta por los padres y uno o dos hijos, en el que se han modificado los papeles tradicionales y que tiene que ser capaz de bastarse a sí mismo. Por otra parte, el paso de la sociedad agrícola a la industrial ha supuesto una auténtica revolución en la vida familiar: se ha modificado substancialmente la crianza de los hijos y han cambiado los modos de interacción familiar. En los últimos años, en los países occidentales desarrollados, se está dando un proceso caracterizado por el descenso de la natalidad, el aumento de la esperanza de vida de la población, el aumento de los embarazos en adolescentes y en mujeres solteras, y el aumento de los divorcios y separaciones de los padres. Si a esto se une la incorporación de la mujer a la vida profesional y la lejanía de los abuelos y de otros familiares, se comprende el cambio profundo en el modo tradicional de crianza de los hijos, un cambio que consiste fundamentalmente en que los padres dedican mucho menos tiempo al cuidado y educación de los niños, y delegan esta función en otras instituciones ajenas al medio familiar. Lo que era la actividad fundamental de la paternidad y la maternidad ha pasado a ocupar un lugar mucho menos preeminente y los padres depositan en la escuela, las organizaciones deportivas, religiosas, culturales y de ocio, funciones tradicionalmente desempeñadas por la familia.
Habría que preguntarse si la mejoría del nivel de vida de los adultos en Europa occidental, después de la segunda guerra mundial, se ha acompañado de una mejoría de la calidad de vida de los niños. Ciertamente la asistencia médica ha progresado, de forma extraordinaria, se ha erradicado la desnutrición y se han generalizado las vacunas y la pediatría ha alcanzado un desarrollo científico y técnico que nada tiene que envidiar a otras especialidades. Pero una nueva serie de acontecimientos ha irrumpido en el ámbito familiar: un número menor de miembros en la familia, que se traduce en menos recursos para criar y educar a los niños, y en menos recursos para resolver los problemas y dificultades cotidianas; la ausencia de uno de los padres, bien por separación, o porque se trata de madres solteras, a veces adolescentes, incapaces de asumir el cuidado del niño; un menor contacto y comunicación de los padres con el hijo, consecutivo a los largos horarios de trabajo de ambos padres, dada la orientación fundamental que la sociedad capitalista impone a sus miembros: producir; y por último, una auténtica crisis del modelo educativo tradicional de los hijos basado en el autoritarismo del padre y el papel subsidiario de la madre sin que se haya logrado una solución plenamente satisfactoria (10).
La reducción del número de personas que componen la familia significa que ya no existen “mediadores de los conflictos” es decir, adultos ligados a la familia que intervienen e interceden para que los problemas se resuelvan y no se cronifiquen. Por otra parte, el menor tamaño familiar y la necesidad de trabajar ambos padres, ha dado lugar a una situación insólita hace años: la soledad del niño que llega a casa después del colegio y no encuentra a nadie.
Los cambios en el sistema familiar no se han acompañado de cambios paralelos de las instituciones educativas y sociales dedicadas a los niños, capaces de suplir las deficiencias. Cabe además preguntarse si esta función de suplencia es posible y real, o más bien y hasta el momento, no es más que una mera teoría encaminada a disimular el egoísmo de la sociedad en general y de los adultos en particular. La familia sigue siendo el punto de referencia clave en el desarrollo emocional del niño, el lugar privilegiado a través del cual se hace una idea del mundo y de sí mismo, la fuente permanente de su sentido de seguridad y de pertenencia a alguna parte.
Reflexiones finales
El suicidio y los intentos de suicidio de los adolescentes son un fenómeno dramático y complejo que ha aumentado en frecuencia durante las últimas décadas. Estudiar con objetividad los factores implicados en su génesis es imprescindible para tomar medidas preventivas que sean de verdad eficaces. Este estudio se ha visto dificultado por el tabú social que ha rodeado al suicidio, confinándolo en un ámbito de silencio y vergüenza.
La familia ocupa un lugar privilegiado en la prevención de los comportamientos suicidas, ya que es en el medio familiar donde se dan muchos factores que representan un riesgo. Apoyar a los padres en el cuidado y educación de los hijos es una responsabilidad social urgente, que afecta de modo especial a las instancias educativas y sanitarias.
Negar la existencia del suicidio en la adolescencia alivia los sentimientos de culpa de los adultos y de la sociedad en general, pero no cambia la realidad de este fenómeno. Los niños y los adolescentes no son una excepción en esta parcela del sufrimiento humano y necesitan de la sensibilidad, los conocimientos y el buen hacer de los adultos y profesionales que les rodean para que ese sufrimiento no tenga el carácter de irremediable.
[1] Mardomingo MJ: “Suicidio e intentos de suicidio”. En Mardomingo MJ: Psiquiatría del niño y del adolescente: Método, fundamentos y síndromes. Madrid, Díaz de Santos, 1994, pp. 499-520
[2] Durkheim E: El suicidio. Buenos Aires, 1971.
[3] Estruch J y Cardús S: Los suicidios. Barcelona. Editorial Herder 1982.
[4] MacDonald M y Murphy TR, Sleepless souls. Suicide in early modern England. Oxford, Clarendon Press, 1990, 250-256.
[5] World Health Organization (1992). 1991 World Health Statistics Annual. WHO Geneva
[6] World Health Organization (1993). 1992 World Health Statistics Annual. WHO Geneva
[7] Moscicki EK: Suicide on childhood and adolescence. En Verhulst FC y Koot HM (de) The epidemiology of Child and Adolescent Psychopathology. Oxford Medical Press, 1995, 291-308.
[8] Mardomingo MJ, Catalina ML: “Intentos de suicidio en la infancia y adolescencia: características epidemiológicas.” An Esp Pediat, 1992; 37: 29-32.
[9] Mardomingo MJ, Catalina ML: “Intento de suicidio en la infancia y la adolescencia: factores de riesgo”. An Esp Pediat, 1992: 36: 429-432.
[10] Hawton K, Goldacre M: “Hospital admissions for adverse effects of medical agents (mainly self-poisoning among adolescents in the Oxford region)”. Br J. Psychiat, 1982; 140: 166-170.
[11] Mardomingo MJ: La comunicación en el medio familiar: Los nuevos modelos educativos. Crítica, 1996, 832: 18-21.