11 de marzo de 2004

A medida que habla con el médico el rostro del hombre se transforma, refleja los cambios que las palabras que oye producen en su interior, siente perplejidad y asombro ante lo que ha sucedido y que todavía no comprende. Paso a paso, siente que el temor le crece por dentro y es como el nivel ascendente de una inundación que quita seguridad a las piernas, llega hasta la boca y termina por anegar el corazón. Siente que el corazón se le encoge, o peor aún, que al corazón le ha nacido un cuerpo extraño, algo desconocido hasta ahora de lo que no se puede librar.

De repente, contempla al hijo mutilado, la cara donde falta un ojo, la pierna que no aparece. ¡A su niño le falta un ojo y una pierna! Se arrodilla en el suelo, pone la cara en el suelo y suplica sollozando: Dios mío, Dios mío, devuélvemelo, que no sea cierto, es un sueño, es un mal sueño.

El sonido de las sirenas ha irrumpido en el interior del hospital y una voz recorre veloz los pasillos: ¡todos a la urgencia, todos a la urgencia! Ha explotado una bomba en la estación, luego dos, después tres. Llegan las primeras noticias del número de muertos, cuatro, seis, diez, no se sabe, son más, muchos más, y así en progresión creciente, cincuenta, ochenta, más de cien, ciento setenta y cuatro, ciento noventa y uno. Van llegando los heridos por decenas, a riadas, en un desfile interminable, insoportable de contemplar. Al final de la mañana, casi trescientos.

El atentado ha matado a los más pobres, obreros que venían a trabajar, estudiantes del extrarradio que se dirigían a clase, inmigrantes. Todos unidos en la desgracia, en el espanto y la perplejidad de lo que no tiene explicación: la máxima crueldad expresada con la máxima violencia. La muerte de los inocentes. El terror.

Nos han matado a todos y Madrid ya no volverá a ser igual. Han matado a nuestros hijos, a nuestros niños, y lo han hecho por una idea, no sea sabe muy bien cuál. Se dice que son muertos por razones políticas. Es verdad, las ideas destruyen y también matan, y los bien pensantes las explican, no las justifican pero las comprenden.

Poco a poco las víctimas y el dolor inabarcable de las víctimas, deja de estar en el centro, se le aparta suavemente hacia un lado, se le relega a una zona de penumbra, menos incómoda. Ahora toca analizar desde la política, matizar, minimizar las consecuencias indeseadas. Es el momento del “sí pero no”. Ahora llega la ideología, buscar la responsabilidad de la autoría en el contexto ideológico que se considere pertinente. Si los autores han sido estos favorecerá a unos, y si no lo han sido favorecerá a otros y el análisis se centra en un aspecto concreto que acaba convirtiéndose en esencial, en la clave de todo, en aquello que favorece los intereses confesados o inconscientes del que habla. Y los rostros de las víctimas se difuminan, se alejan, desaparecen, y el drama humano, que haría gritar a Antígona, se evapora. Es el momento del análisis profundo, de la reflexión de los que saben y entienden. De aquellos que, según las circunstancias, olvidan que el hombre es la medida de todo. Y es ahora en este preciso momento cuando hay que recordar a Albert Camus: “si tengo que elegir entre el partido y mi madre, me quedo con mi madre”. Y el médico no elige, porque eligió hace mucho tiempo, en el principio, cuando aún confiaba en la bondad de los otros. Su lugar quedó establecido de un único lado, del lado de los que sufren, solo y siempre del lado de los que sufren, porque ser más compasivo que los dioses es una prerrogativa del ser humano.

11 de marzo de 2004

I

El perdón acude a los labios

como el manantial de una fuente

que brota en primavera,

lentamente.

Después del crudo invierno

de las largas noches,

del miedo,

el perdón acude

como la escarcha,

envuelto en lágrimas.

II

Ya solo queda el silencio

después del estruendo de las bombas,

la quietud que sigue al alarido

el charco de roja sangre cubriendo

la alfombra de la calle,

la locura en el ojo del inocente,

la espera sin esperanza de los huérfanos,

el terror que sobrevuela para siempre.

III

El alba entierra las sombras

de la noche,

ya es la luz,

son las primeras huellas del día

pero nadie sabe hacia dónde se dirige,

si tornará otra vez hacia el ocaso

o se perderá para siempre

en la fugaz estela de los astros.

IV

Busco la imposible dulzura

que una vez me diste,

el fuego ardiente,

los labios traspasados de deseo,

el clamor de las pupilas exultantes,

la luz del rostro,

el ensueño del reposo satisfecho

busco y no encuentro

pero no quiero saber que tú te has ido.

V

Hoy quiero entregarme a la música del cosmos

la melodía de las estrellas,

inmutable,

desde el origen del universo.

Ser solo un punto de luz

en el juego de las constelaciones

allí, donde el dolor no existe

ni la roja sangre

ni el espanto de los ojos

allí, donde no existe el corazón.