Alexis

Tiene diez años y es muy inteligente, pero sigue siendo incapaz de relacionarse normalmente con otros niños. Según el maestro le sale una veta histriónica, que produce en los compañeros una sensación de artificiosidad que les hace rechazarle.

Cuando fue adoptado en Ucrania tenía cuatro años y aún recuerda el orfelinato, las habitaciones sin calefacción, los techos con goteras, el patio helado y sumido en la niebla, el hambre y el frío que nunca cesaba. Recuerda también, vagamente, a la persona que les cuidaba, una mujer mayor que cojeaba al caminar. Y cuando lo cuenta todo, por primera vez y después de tanto tiempo, añade: “después de irme yo, algunos niños murieron de hambre, frío y falta de cariño”. Se queda callado y de pronto levanta los brazos, los pone en dirección horizontal sobre la mesa, las palmas de las manos hacia abajo, y los mueve lentamente de un lado a otro reproduciendo un juego, o una ceremonia de aquel tiempo, y da la impresión de que a través de ese rito la paz y el silencio de la tierra han descendido sobre los cadáveres de los compañeros muertos.

Una de sus obsesiones es la comida, en cada consulta necesita abordar el tema, relatar lo que come, lo bien que cocinan su madre y su abuela, y tiene una expresión de felicidad, como si no pudiera creer que a él le hubiera tocado tanta dicha, la dicha de comer. Si se le pregunta qué tal va de apetito dice sin dudar: “yo siempre preparado”. Y la madre lo confirma, siempre está preparado para comer, y por mucho que le den nunca se sacia. Como si el hambre pasada hubiera dado lugar a un vacío inmenso, imposible de llenar.

Le queda un temor difuso hacia los seres humanos, una desconfianza contenida, como si su mundo actual no fuera más que un sueño del que en cualquier momento se puede despertar. Desconfía de las relaciones generales y abstractas. A él le interesan las cosas concretas e inmediatas, la comida del día, la ropa del armario, la casa de la abuela, de dónde es su doctora y que tal ha pasado las vacaciones. Cuando el médico le dice que ya ha terminado la consulta, suplica “pregúntame más, pregúntame más”, como si fuera insoportable el darla por concluida.

Del orfelinato conserva la costumbre de balancearse antes de dormir. Esos movimientos propios de los niños de las inclusas con los que intentan paliar la falta de estímulos y de referencias. Sabe que puede dejar de hacerlo en cuanto quiera, pero no se decide, tal vez temeroso de perder el último lazo que le une a lo que fue su vida, un pasado de dolor, pero que es el suyo, y en el que él se reconoce.