Amir

Él se sabe insomne, y aguarda temeroso la llegada de la noche, el momento deseado pero incierto del consuelo y el reposo. Espera con ojos expectantes, las pupilas dilatadas, el instante mágico en que la oscuridad sucede a la penumbra, con el secreto aliento de que esta vez se sentirá invadido por la benevolencia del sueño. Lo cuenta como si en ello le fuera la vida: si lograra dormir todo sería más suave, más llevadero.

El insomnio comenzó hace ya once años tras el nacimiento del hijo y la muerte de la esposa. Piensa atribulado que dos maldiciones han marcado el transcurso de su vida: sus mujeres se morían, y solo nacían hijas. Sentía rubor al decirlo, él que se consideraba un hombre culto y moderno, sus mujeres solo le habían dado hijas. Sabía que el sexo de los hijos no dependía de la madre, pero no podía evitarlo, quería tener un hijo, un hijo varón, el continuador de la familia. Y cuando ese hijo tan deseado había nacido, estaba enfermo, y la enfermedad que le aquejaba era el SIDA.

Su infancia transcurrió en el Líbano, en el país de los cedros. La familia vivía en una casa de paredes anchas y encaladas, con una terraza en el tejado, donde las mujeres tendían la ropa, subían a charlar por la noche después de cenar, y espiaban a los vecinos. Mientras fue niño le dejaban participar en esas reuniones de charlas y risas, donde los temas eran tan distintos a los que hablaba su padre con sus amigos. Después, un día, de repente, la puerta de la terraza se cerró para él. Las hermanas, las primas y la madre decían que ya era mayor, ya no podía estar con las mujeres. A partir de ese día contemplaba la puerta desde la escalera, escuchaba los murmullos de las voces y las bromas y se sentía expulsado del paraíso.

El hermano del padre, que trabajaba en la administración, consiguió para él una beca y pudo venir a estudiar a Europa. Todos admiraban su inteligencia, sus gustos intelectuales, la brillantez con que hablaba. Se adaptó rápidamente a las nuevas costumbres y la distancia de la patria le hizo tomar conciencia de la situación de su pueblo, la profundidad de su fe, la injusticia que sufrían, y la incomprensión de casi todos, que se quedaban en la superficie de las apariencias, incapaces de ir más allá, de llegar al fondo de una humillación experimentada sin límites.

La primera mujer le dio dos hijas. Fue un matrimonio al modo tradicional, por acuerdo de las familias. Con la segunda tuvo otra niña. Y se quedaba atónito después de cada nuevo nacimiento de que el hijo no llegara. La tercera mujer era extranjera, distinta a todas, la más especial, su predilecta, aquella a quien él más había amado. Y con ella tuvo un hijo. Y a ella también se la llevó la mala suerte, o la voluntad de Alá, que ve lo que nosotros no vemos, y cuyos designios son insondables.

Ha vuelto con el hijo a la casa familiar, que conserva el decoro de los primeros tiempos y una tristeza añadida, la pena inefable que provocan los objetos ligados al pasado de la vida. Todo sigue igual por fuera, pero ya nada es igual por dentro. Las hermanas y las primas no suben a la terraza, hay un silencio persistente en los pasillos y las celebraciones parecen obligadas. Él, mientras tanto, guarda su secreto. Nadie sabe lo que le pasa al niño, ni las hijas mayores, ni los tíos, ni los abuelos. Pero sabe que ese secreto le está matando poco a poco, convertido en un peso que le aplasta el corazón. Sus padres, sorprendidos, le observan cambiado, la madre le mira interrogante y se pregunta dónde se quedó ese hijo suyo que un día partió de casa a la búsqueda de una vida mejor. Por la noche sube de nuevo a la terraza, recuerda los mares de colores y los ríos de cauce interminable que de niño despertaban su imaginación. Piensa en la fuerza que tienen las cosas para regresar y en lo mucho de uno mismo que se esconde en ese regreso. Contempla el barrio de calles estrechas, semiocultas, y es capaz de descifrar la primitiva geometría de edificios e itinerarios que los derrumbes de la guerra no han logrado borrar del todo.

De vuelta a Madrid, ha pedido hablar con la doctora que vio a su niño de pequeño. Con una mujer, sí, con una mujer. Y lo cuenta todo, y llora, y siente vergüenza y también gratitud, y pide ayuda.

Ha caído el crepúsculo azulado, y por la calle desfila una cascada de luces, son los coches de los que vuelven a casa. Ya se siente más tranquilo. Está convencido de que nada sucede por azar, de que un orden invisible gobierna las vidas humanas, pero se siente incapaz de descifrar los nexos auténticos que ligan los acontecimientos. Le gustaría descubrir ese nexo, la fina línea del presente que emerge del pasado y se interna en el futuro, siempre frágil. Cada día lo suplica en los momentos de oración, pero nada ni nadie responde a su ruego. Y él sigue esperando la llegada de la noche, que el insomnio que le aflige desaparezca, y lentamente, como cuando era niño, sentirse arropado por la benevolencia del sueño.

Esta mañana ha decidido subir al puerto de Navacerrada, a lo más alto del monte y desde allí contempla un paisaje tan distinto al de su tierra. Acaba de amanecer. La bruma que brota de la hierba y de los troncos de los árboles levanta una cortina luminosa y fantasmagórica que oculta el bosque tras ella. Una figura camina hacia esa luz, cruza el umbral y se desvanece.