Ana
Cuando habla utiliza el subjuntivo como ya no lo hacen la mayoría de los adultos. Explica lo que piensa y lo que ve con riqueza de detalles y una capacidad para expresar las emociones siempre sorprendente. Pero no es pedante, a sus cinco años habla sin la menor ostentación. Lo suyo es precisión e inteligencia, un dominio del lenguaje que es un don y le sirve para defenderse y comprender las vicisitudes de la vida.
La primera reacción cuando el padre le dijo que se separaba de la madre fue de estupor: “Papá, me estás gastando una broma, ¿verdad?”. Después fue de cólera, luego de oposición frontal y batalla encaminada a reconquistar la felicidad perdida, la armonía añorada, y por último, de resignación y dolor.
Cuando viene a su doctora repite una y otra vez: “no tienen derecho, nunca les voy a perdonar”. Y al comentario de que al menos seguirán siendo amigos y se llevarán mejor, contesta encolerizada: “no quiero que sean amigos, quiero que sean papá y mamá”. Cuando los padres coinciden en la sala de espera y se sientan distantes y distanciados, ella les ruega y les ordena que se sienten juntos como una pareja de papás.
Su mundo se ha hundido, ella les quiere a los dos y se ha quedado para siempre sin hogar, porque vivir solo con la madre no es un hogar, es un mal remedio a la hecatombe que le ha sobrevenido. No puede comprenderlo, no comprende que sus padres, a quienes nunca ha oído discutir, se hayan separado porque se llevan mal. Y un día la pregunta le sale de dentro, veloz como un disparo: “¿papá tú tienes novia?”. Al padre le coge desprevenido y no contesta, pero ella insiste, y como el padre continúa en silencio, dilucidando el modo de estar a la altura, la niña aprovecha la ocasión: “entonces tienes que volver a casa. Ya te he dicho que no voy a volver. ¿Por qué? Porque me llevo mal con tu madre. Yo también discuto con Pablo y no por eso me voy al extranjero”. La lógica del razonamiento es contundente: “solo porque te peleas ¿tienes derecho a marcharte?” La niña busca desesperada una razón poderosa, un argumento que cambie la dirección de los acontecimientos, que detenga la pesadilla absurda que ha tomado posesión de la vida de la familia. Contempla atónita la tragedia inesperada y pide cuentas a los dioses y a los hombres de esa gran injusticia.
En el colegio mira una por una a sus compañeras, y uno por uno a sus compañeros. Está segura, ella es la única cuyos padres se han separado. Siente vergüenza y ganas de llorar, pero no llora, todo lo contrario, ¡ahora van a ver quién es ella, se van a enterar! Ya no quiere aprender las letras y los números, ni hacer los dibujos que tanto le gustan. Cuando la profesora habla ella canta, y cuando un niño lee en voz alta, le tira la goma por detrás, y cada vez que pasa Paco, el sabelotodo, le pone disimuladamente la zancadilla. Ya no quiere jugar con sus amigas, su juego predilecto es a los papás y a las mamás. Normalmente se turnan, un día hace una de mamá y otra de niña; y cómo va a hacer ella de niña si ya no tiene un papá en casa, y cómo va a hacer de mamá si ya no hay un papá cuando vuelve por la tarde.
Su doctora le explica las razones por las que sus padres se han separado y le insiste en que la separación es definitiva y en que ya no volverán a vivir juntos. Ella escucha en silencio, concentrada, como si se tratara de un problema complejísimo de matemáticas. Y al preguntarle, “¿lo has comprendido?”, se limita a decir, “no”. Y en verdad es no. Tal vez un día termine por aceptarlo pero nunca por comprenderlo. Y repite una y otra vez, “yo los quiero a los dos, no tienen derecho, nunca se lo voy a perdonar”.
El padre desea llevarla una tarde al circo y ella hace un nuevo intento de que estén juntos y le ruega a la madre que ella también vaya. “Ya sabes que no voy a ir. ¿Por qué? Porque no puedo. Pues que sepas que así yo no lo puedo pasar bien”. Cuando vuelve, entra corriendo en la casa, busca a la madre y le dice sin esperar, “que sepas que era la única niña, en todo el circo, que no estaba con sus papás. Todos los niños estaban con su papá y su mamá, menos yo. Mamá, te lo digo, yo así no puedo ser feliz”.
Ahora ya es mayor. El paisaje de la infancia se ha convertido para ella en un recuerdo inestable. No está segura de cómo sucedió todo, duda de lo que dijo exactamente su madre en aquella ocasión, o de lo que dijo el padre, de cuáles fueron las palabras de cada uno, qué significado albergaban. Acaba de cumplir dieciséis años y ve la vida como un río con sus meandros y rápidos, como una corriente que, tal vez, solo es posible entender si se la juzga en su totalidad. Pero la memoria personal es selectiva y una fuerza misteriosa relega al olvido personas y aconteceres, mientras otros, permanecen en el recuerdo con plena nitidez. Aconteceres cuyo significado oscila y se enriquece desde la perspectiva concreta del momento en que se rememoran. Todavía recuerda cuando le dijo a su médico: “tú eres la única persona de mi familia que habla bien alemán”. Su doctora era uno más de la familia, aquella a quien contaba lo que no contaba a nadie. A veces son hechos anodinos que la necesidad de arraigarse en la vida convierte en hitos trascendentales de la propia existencia, o en la clave indescifrable de esa locura elegida que nadie es capaz de explicar ni de entender. Pero ella ha comprendido que elegir la locura implica optar por la destrucción. Desea preservar los recuerdos del pasado que la confortan, esos momentos de luz que alimentan su corazón. Ve la vida como un río cuyas aguas fluyen sin cesar, pero con un recorrido establecido, con estaciones conocidas que solo una catástrofe, o la acción pertinaz del tiempo, podrá cambiar. Todo fluye, sí, susurra Heráclito, y todo permanece, contesta Parménides.
Esta mañana ha vivido un momento de profunda paz interior, de reconciliación consigo misma y con el destino. Se ha despertado antes del amanecer y una pálida luz iluminaba la habitación cuando abrió los ojos. Se ha acercado a la ventana, ha escuchado los primeros cantos de los pájaros en el jardín y ha contemplado el resplandor de las gotas de lluvia en la hierba. Durante los últimos días no ha dejado de llover y la atmósfera está cargada de humedad. El sonido de la lluvia ha acompañado sus sueños y le sorprende el silencio de la casa en la penumbra plateada de la habitación. Y entonces se da cuenta de que cuanto fue y cuanto quiso ser, y cuanto amó, es la fuente de la nostalgia que siente.