Andrés

El muchacho ha venido hoy a ver a su médico después de dos años, para darle la buena noticia de que ya tiene trabajo y le cuenta cómo se siente abrumado por la imposición y la fuerza que desprenden los triunfadores, por la apariencia hipócrita que oculta lo que no es más que brutalidad y desprecio. Se siente perdido. Cómo va a abrirse camino en la vida, él, que tiene limitaciones, si hasta los que no las tienen, pero no son feroces, son dejados de lado. Cómo salir adelante en un mundo donde las relaciones humanas, que nacen de la afinidad y la simpatía recíprocas, se sustituyen por otras basadas en los meros intereses, donde el encuentro personal se sustituye por el encuentro mercantil disfrazado de aprecios inexistentes. Un mundo donde el cultivo del buen gusto, la bondad, la magnanimidad y la generosidad son joyas rarísimas que, por otra parte, a casi nadie interesan.

Él ya tiene veintidós años, ha conseguido su primer trabajo y se siente vigilado y escrutado. Teme cometer un error, dar un paso en falso, y que todo se venga abajo después de tanto esfuerzo. Teme perder un privilegio, el de tener trabajo, que debería no serlo. Ha descubierto la crueldad del mundo y se siente solo.

Conoce a su médico desde hace diez años, la mitad de su vida, y mientras habla lo mira despacio, concentrado, pensativo, y de pronto le dice, sabes, eres una de las pocas personas de quien me fío. Y su médico le contesta que hay que reivindicar el derecho a ser distinto y el derecho a soñar, que nunca, nunca, se pueden perder las ilusiones. Que es posible ser libre, liberándose de la competitividad desenfrenada, de la necesidad agónica de ser reconocido, de ser el primero, de batir un record, aunque sea estúpido, solo para que los demás lo vean. De esa forma “la prosa del mundo”, no terminará adueñándose de “la poesía del corazón” y el ideal de belleza, armonía y perfección, que es siempre interior, nos protegerá de los obstáculos y trampas de la vida cotidiana y pasará a formar parte de nuestra propia naturaleza.

No hay que renunciar a los sueños que se entretejen de deseos y son capaces de transformar nuestro destino. No hay que estar a la espera de acontecimientos memorables para ser felices, es la felicidad de las cosas humildes la que la vida nos ofrece: el brillo de la luz en la copa del pino, el sonido del viento en la farola, las nubes que surcan el cielo al atardecer. Sí, es así, es el rumor de la vida que nos lleva y, a hurtadillas, suavemente, se marcha y evapora.