Daniel

Se ha despertado sobresaltado, empapado en sudor y lleno de angustia: alguien quería matarlo. Él se escondía aterrorizado, cerraba la puerta de la habitación y echaba un candado, pero no servía de nada. La amenaza continuaba igual, alguien quería matarlo, alguien con un poder sobrehumano, a quien no detienen muros ni cerraduras. Intenta tranquilizarse pensando que solo es un sueño, una pesadilla, un terror nocturno que cederá con la llegada del día, pero el mal sueño que le persigue desde hace meses también impregna sus pensamientos cuando está despierto: algo malo y decisivo va a sucederle, alguien perverso y vengativo va a matarlo. Lo piensa caminando por la calle, sentado en el metro. Mira las caras de los otros pasajeros, horrorizado ante la posibilidad de que el criminal esté allí, al acecho, y ha comenzado a escrutar las caras de los compañeros de la pensión. Siempre le han tratado bien, pero tal vez disimulan y la amenaza se esconde detrás de un rostro sonriente.

Vive en la pensión desde hace dos meses, desde que cumplió la mayoría de edad y tuvo que dejar el hogar para huérfanos de los servicios sociales de la ciudad. El nombre oficial del centro no era ese, era un nombre largo y complicado que no decía nada, y a él le gustaba llamarlo así: hogar para huérfanos.

Busca a tientas el reloj despertador en la mesilla y mira la hora, son las cuatro de la mañana, solo ha dormido tres horas. A medida que el terror a que alguien lo mate ha ido aumentando, el tiempo de sueño ha disminuido, como si ambos fenómenos estuvieran conectados y terror e insomnio se alimentaran mutuamente. Se levanta y bebe un vaso de agua, después descorre levemente la cortina y contempla las luces de las farolas y de los coches. No le queda más remedio que esperar, dar tiempo al tiempo, que pasen las horas, lograr librarse del miedo, y si no puede dormir, poder al menos descansar.

Hoy es su día libre, no tiene que ir a la obra y decide superar el miedo, salir a la calle, echarse a andar. Se encamina al antiguo edificio de la Inclusa, en la calle de O’Donnell. Allí pasó los primeros años de su vida, y allí desea hoy volver. Cruza la puerta con paso decidido, hace un gesto al portero, y se encuentra en el ancho pasillo donde siguen los azulejos de Talavera que revisten las paredes hasta media altura. Todo lo demás ha cambiado, la Inclusa ya no es Inclusa, moquetas de color azul eléctrico han sustituido las baldosas del suelo y lámparas de estilo posmoderno cuelgan de los techos. Camina despacio, lo mira todo, se olvida de todo, se olvida del miedo.

Desea salir al patio, allí donde les sacaban a jugar. La puerta está cerrada, por la ventana se ven algunos escombros, el edificio que había en el centro ha sido derruido, ya nada parece igual. Da un rodeo, sigue buscando una salida, no puede marcharse sin ver qué es lo que queda, cuáles son los restos de lo que fue su vida. Al fondo hay una puerta cerrada, la empuja, por primera vez no teme que alguien detrás espere para matarlo, solo piensa en llegar al patio, a la zona de los árboles y los columpios. Al otro lado la luz de la mañana se refleja en las paredes, le late el corazón, no piensa en nada, no oye nada, solo mira: el banco de piedra en forma de semicírculo alrededor de la fuente, unos restos de hiedra en un rincón, el árbol seco. El columpio ha desaparecido pero queda la escalera por la que subían al tobogán. Recuerda las peleas, todos querían subir el primero, nadie quería guardar el turno. Allí están, Andrés, Macarena, Lucía, Javi con el coche, Luis, Tomás, Esteban. Tienen los mismos ojos, el mismo gesto expectante, lo miran a él, le preguntan, qué tal. Poco hay que decir, mejor no decir nada, solo mirarlos, tal vez sonreírles, él que nunca sonríe.

Cruza el patio como el caminante que cruza un vado en la noche y no sabe si lo arrastrará la corriente o después del esfuerzo sus pasos pisarán tierra firme. Está cambiando el tiempo, se ha metido el sol y ráfagas de viento levantan el polvo de los años de abandono. Será el viento el que derriba a los seres humanos, no la locura. El mismo viento que hacía correr a las monjas y asustaba a los niños.

Hoy ha vuelto, después de tantos años, huyendo del terror que le persigue. Él no ha elegido el día, el día lo ha elegido a él, con este cielo que se encapota por momentos, con estas nubes grises y redondas, como platillos volantes que se trasladan veloces y brillan, como un anuncio, como una premonición. El cielo amenaza pero no llueve, solo el viento y las ráfagas de luz que van y vienen, siguiendo el juego de las nubes. Sí, así es la vida, una carrera hacia no se sabe dónde. Pero él ha vuelto al lugar de donde partió. Esta mañana, cuando salió de la pensión, había emprendido el regreso hacia ese punto de su vida cuyos recuerdos nunca le han abandonado. Después, otras cosas le han sucedido, pero han quedado fuera de su memoria, o al menos de la memoria que ahora le acompaña.

Vuelve a cruzar el patio y se sienta en el banco. Casi nunca ha sentido lo que los otros llaman la dicha, pues hasta en algún momento en que ha creído ser feliz, un leve sufrimiento lo acompaña por dentro, como el dolor en el costado después de ganar una carrera. Y ahora este miedo, este terror añadido a que va a morir. Durante algún tiempo pensó que la solución estaba en saber fingir, fingir lo que uno es y lo que ha sido. Fingir para conseguir las cosas. Pero a él no le ha dado resultado, no es su estilo, las cosas, una vez logradas, no le parecen reales, las tiene pero no le pertenecen, es como tenerlas sin que sean suyas, como si no fuera posible añadir algo a lo que nunca se tuvo. Y él nunca tuvo nada, y el que no tiene nada y pretende tenerlo es solo un impostor.

Él ahora tiene algo que siente como solo suyo y que no le abandona, el miedo. Para librarse de él necesita gritar como cuando era niño. Es el grito que recuerda de entonces, suma indistinta de los gritos de los niños, en medio de este silencio prodigioso que, ahora, mientras lo contempla, recorre el edificio. Él estuvo aquí, aquí echó a andar, comenzó a ver, empezó a oír y escuchar, pero nada de lo que ahora le rodea es suyo. Ni nunca lo fue. Solo el grito, el viento que sale de sus pulmones, irrumpe en la luz, recorre el patio y es capaz de conjurar el mal que le aflige.