Dante
Su padre le puso Dante pues, según él, toda la sabiduría del mundo se encerraba en tres libros que nadie debía dejar de leer: la Biblia, el Quijote y la Divina Comedia. Cuando fueron a adoptarlo a América el padre se imaginaba al hijo saliendo del infierno del abandono y, tras un breve purgatorio de adaptación, llegando al paraíso del amor paterno que ya para siempre lo protegería del dolor de vivir. Le gustaba comparar el recorrido de su hijo con el recorrido del poeta acompañado por Virgilio, hasta llegar ya solo a las esferas celestes del paraíso donde le espera Beatriz.
La educación de los dos primeros hijos había sido problemática y el matrimonio un fracaso, pero ahora era distinto, este hijo nacido del corazón y no de la biología, colmaría sus deseos de afecto y la necesidad de entrega. Precisamente fue el nombre uno de sus primeros motivos de desagrado: Dante; llamarse él Dante. En el colegio nadie se llamaba así. Desde el principio se supo distinto, con un sentimiento de extrañeza hacia todo. La solicitud de los padres le agobiaba, el afán por educarlo e introducirlo en su mundo de valores le parecía una intromisión. Supo muy pronto que no les quería y un rencor sordo y una lucha feroz le fue creciendo por dentro. No les quería, le parecían ridículos, pero les necesitaba.
En el colegio nunca nadie le llamó indio, pero él sabía que todos lo pensaban. Se mantenía al acecho de cualquier gesto, de la menor indicación de desprecio por su aspecto. Pero nunca nadie decía nada. Y eso era lo peor. Si le hubieran rechazado abiertamente, si le hubieran insultado, él podría haberse defendido, podría haber atacado cargado de razón. Pero eso no llegaba. Los chicos le trataban como a uno más y las chicas se sentían atraídas por sus rasgos exóticos y el pelo negro oscurísimo, siempre brillante.
Los primeros años fueron más fáciles, después comprendió que la única forma de ser él mismo, era decir no. Empezó a elaborar por dentro su particular filosofía de la vida: todo es relativo. Decía que deseaba volver al hogar de donde salió, la tierra de volcanes y lagos perdida en los Andes, donde las mujeres de pelo larguísimo se bañan vestidas al atardecer, a la sombra del volcán. Donde los ponchos y las alfombras se siguen tejiendo en telares de la época de la Conquista, y los hámster corren en libertad por el interior de las casas y las mujeres los utilizan como cepillos para frotarse la piel. No, no es verdad, no quiere ir. Le espanta la posibilidad de reconocerse en uno de aquellos rostros y, a pesar de la dureza que con tanto ahínco ha cultivado, se siente culpable. Culpable de haber sido él el elegido y no ellos.
Le sorprende lo arbitrario que es el destino, la facilidad con que la vida es una cosa y no otra, y al mismo tiempo, el carácter inmutable de los acontecimientos, el cómo en realidad las cosas son de la única manera que pueden ser.
Poco a poco toda su energía, todo su tiempo, se ha centrado en el cultivo del rencor. En alimentar la gran aversión en que se ha convertido su vida con la arrogancia del que no tiene nada que perder. Pero llegó el momento en que supo que no había modo de llenar el vacío de su indignación, transformado en un pozo sin fondo al que seguir alimentando resultaba inútil. Siente la imperiosa necesidad de asestar un último golpe, certero y desnudo, que someta la voluntad de los padres a su solo arbitrio. Un acto de justicia definitiva que dé sentido para siempre a su infinita aflicción. Se siente confuso acerca de todo lo que es esencial, en un estado desesperado de anhelo y perplejidad, poseído por fuerzas que le empujan, no sabe hacia dónde. Sabe que ha comenzado a girar, fuera de control, dentro de la prisión cada vez más estrecha de su cólera e intuye que cuando se da rienda suelta al odio, ya no hay forma de detenerlo, y cuando la indignación alcanza un grado incontenible, se convierte en una forma de locura.
Cuando se despierta no está en su cama, en su habitación, está en un hospital, y una enfermera sonriente le ofrece el desayuno. No puede creerlo, no es capaz de recordar lo que ha pasado. Pregunta aterrado por los padres y el llanto acude como el mayor de los alivios, el alivio de saber que se encuentran bien y que va a verlos.
No desea moverse de la cama, no desea hablar, no quiere hacer nada. Solo quiere volver al principio, al comienzo de todo, a la edad en que era un niño y empezar de nuevo el recorrido que su padre había elegido para él, y esta vez sin equivocarse: infierno, purgatorio, paraíso.