El Abuelo

Mi nieto, doctora, ha querido suicidarse porque no entiende esta vida, y por eso hemos venido a verla, y aquí estamos los dos, para que nos dé su opinión. El equipaje que la sociedad actual da a los jóvenes no les prepara para vivir. Son pobres robots volcados en los hechos materiales. No entienden la vida y mucho menos entienden la muerte. Lo tienen todo y carecen de lo esencial, saber pensar. Emprenden desde niños un camino equivocado y luego es muy difícil rectificar. Yo al nieto lo veo perdido, y su pérdida es muy grande, pues las palabras no le ayudan. Se obstina, empecinado, en una visión corta de las cosas y no comprende que eso no basta. No comprende que es muy dura la vida cuando no se cree en nada. Qué gran error. Es pasmoso, doctora, la facilidad con que se extiende el mal y la dificultad que tiene el bien para arraigarse. Se lo dije a mi hija desde siempre, llévalo derecho que es muy frágil. Pero ya sabe usted cómo son las madres, el amor les debilita y les nubla la visión. No, no debe ser así, el amor tiene que ir de la mano de la lucidez cuando se trata de los hijos. Si no, después todo son lágrimas.

Y aquí nos tiene doctora, a ver si usted, con su buen hacer, encarrila a este infeliz que se ha perdido, pero seguro que desea volver y solo necesita las palabras exactas, las palabras adecuadas que usted conoce, esas que le lleguen al alma y le cambien por dentro.

Cuando yo tenía su edad, como quien dice, ya había recorrido medio mundo y sabía distinguir lo que era de lo que no era. Fue la necesidad la que me echó de casa, yo tan apegado a mi madre, pero la necesidad y la disposición me abrieron los ojos y me convirtieron en un hombre. Lo peor es la soledad, pero también hay que saber apreciar la compañía, y cuando eso es así, casi siempre se encuentra. Yo salí del valle para ir a las montañas y ya tenía el amor por la naturaleza. Aquellos picos tan altos que daban vértigo. Los primeros años, los obreros de la Eléctrica subíamos en mulos a lo alto, después nos llevaban en helicóptero. Un día, suspendidos en el aire, uno dijo contemplando tanta belleza: debe haber Dios, y nadie dijo nada. Yo prefiero la empresa paternalista que mira por ti y tú por ella, pero eso ya no se estila, todos son caníbales. Todos devoran. Y mi nieto está aterrado, y yo le digo, no te asustes, todo es posible, tú puedes tener tu propio mundo, tú también puedes ser feliz. Pero sus ojos siguen con esa expresión sorda y muda, y mi hija llora, y por eso hemos venido, buscando su acierto doctora, el acierto de alguien cabal. Nos lo dijo una vecina, ya veréis como ella os ayuda, y nació la esperanza, esa luz tan necesaria para sobrellevar las cargas. Porque usted lo sabe, siempre hay una carga.

Algunas noches cuando me acuesto vuelvo a ver los paisajes de mi infancia, me entretienen la duermevela, me conducen al sueño. Siento un intenso olor a heno recién cortado en el valle y veo las variedades de verdes de los campos que suben hacia lo alto, hasta donde comienzan los bosques de coníferas. Más arriba, los bosques desaparecen y se extienden los prados altos, donde crecen rododendros, lirios, mirtilos, cardos y violetas, ciclámenes y amapolas blancas. Y aún más arriba solo queda el imperio del mundo mine-ral y de los pájaros, el reino de los líquenes y los musgos. Allí la luz nacarada de las rocas calcáreas y los cuarzos se confunde con el azul profundo de los glaciares y todo es silencio y quietud. Otras veces veo las sombras de la tarde persiguiendo en el lago la luz plateada que viste las montañas, y cómo poco a poco, la dan alcance. Los reflejos del agua se tornan entonces pozos oscuros, espejos de la noche. Me veo a mí mismo joven y siento lo que sentía, me reencuentro. Ese sentirse a sí mismo uno y en uno, pacifica. Una vez tuve un amigo que era filósofo, hablaba del hombre como un ser-para-la-muerte, como si eso fuera el destino y el final, pero yo así no lo veo. Hay también en este mundo bondad y verdad, y para qué están, si no vienen de algún sitio y hacia otro se dirigen. Nadie nos ha dicho lo que hay al otro lado y nadie nos lo va a decir, pero libre es cada uno de pensarlo, si no es con imágenes, al menos con ideas, porque, digo yo, que las grandes preguntas no han cambiado: quien soy, por qué estoy aquí, para qué. Y no importa que no tengan respuesta. Tal vez esta vida no es más que una sombra, un eco, un reflejo de la otra. No lo sabemos. Solo dos cosas son importantes, el amor y la muerte. Un recorrido conduce del uno al otro, se dan la mano, se alimentan. El amor, cuando se tiene, hay que apresarlo para que nos sostenga el resto de la vida. La muerte está a nuestro lado desde que vinimos al mundo, espera atenta el momento de acogernos. Pero no hay que adelantarse, hay que esperar su llegada.

Una vez leí un libro sobre los egipcios, y a usted se lo puedo contar, doc-tora, pues sé que me va a entender. La visión que ellos tienen del mundo es acorde con la mía, pues si bien se nutre del pasado mira al porvenir, un por-venir que prosigue después de la muerte, en un viaje que continúa por otras esferas y realidades. Lo mismo que los egipcios preparaban a sus muertos, yo me preparo para ese viaje. Quiero que mi retrato me acompañe, la imagen de mí mismo que con arte y pasión, acierto y desacierto, he construido a lo largo de los años. Creo sinceramente que debe haber una vida después y deseo entregarme a su preparación con la minuciosidad de un artesano. Quiero que mi fe sea la fe del hombre ilustrado que llega a su encuentro por el camino de la razón. Sí, razón y fe, racionalidad y pasión.

La muerte no significa una ruptura, le digo a mi nieto, sino una prolongación del arte humano de vivir, y tú no tienes derecho a interrumpir ese camino de perfección. No es un adiós, sino la continuación de un viaje por otros caminos y esferas celestes. Yo que he podido viajar a Grecia y tanto admiro a los griegos, me siento egipcio y deseo disponer mis provisiones: el barco, las esencias y perfumes, las vendas del consuelo, el retrato, la compañía del dios Anubis que espera y acoge en el dintel de la puerta. El tiempo queda así suspendido en un presente eterno, capturado en la mirada del que muere, que su retrato representa. Una mirada entre dos vidas, la que termina y la que se inicia, un punto de unión entre un tiempo lejano y un futuro que está más allá de la realidad de quien contempla. Creo, sin la menor duda, que es la experiencia sagrada, lo que vincula a la vida con la muerte, lo que liga la vida humana con la de los dioses. El carácter efímero de la verdad adquiere así una dimensión eterna, y la muerte no es mas que la compañera a lo largo de la vida, de un ser que en ella tiene su destino. La muerte, ese lugar del que el hombre nunca ha sabido nada, no me asusta. Camina a nuestro lado, ajustando sus pasos a nuestro ritmo, acompasando el latido de nuestro corazón. Pero hay que respetarla.

Veo mi vida como la trayectoria de una flecha, la línea ascendente, el des-censo que comienza, la dirección certera hacia su destino, la llegada, el repo-so. La muerte es en este recorrido el tránsito desde esa primera parte de du-ración limitada, que es la vida que tenemos, a la vida de duración ilimitada del más allá. No es un final, es solo la continuación, pero hay que saber apresar el soplo de la vida que nos ha sido dada antes de que se extinga. Siempre me ha gustado el equilibrio y el orden de las cosas y siento que me encamino a la tierra del reposo y el silencio, y saberlo me hace bien. Pero pienso en él, mi nieto, y antes de dejarle quiero que aprenda que a él aún no le toca, porque para entender la muerte, hace falta, entender antes la vida.