El dolor de vivir

El dolor de vivir, de tener que enfrentarse con lo inesperado, empuja al paciente a buscar una explicación razonable que disminuya la angustia y el llanto. Es el dolor de la pérdida de aquello que se tuvo y se consideró irremplazable, de una parte de sí mismo sin la que creyó que sería incapaz de vivir. Lo siente como un anticipo de la muerte, como un cambio de naturaleza. Y ese dolor le lleva a construir parajes mentales imaginarios, estancias interiores donde se colocan los datos, los acontecimientos, el significado emocional y moral que tienen, el análisis racional, en un intento de ubicar para explicar, de ordenar para penetrar ese sentido último que calme la necesidad imperiosa de dar coherencia a la vida, de encontrarla un sentido. Es la necesidad de escapar del absurdo lo que le mueve, de huir de una selva peligrosa e intransitable que, hasta entonces, no sabía que existía. Y se entrega a la búsqueda de senderos que le conduzcan hasta un claro de civilización y cordura, a un espacio de racionalidad y misericordia. Y en esa búsqueda, transcurren las horas, los días, los meses y los años, hasta que comprende que esa explicación razonable y razonada, no basta para su caso, no se ajusta a lo que a él le sucede y le atormenta y que la única respuesta es que no hay respuesta.

La falta de sentido del dolor innecesario hace pensar al paciente que se trata de una forma de locura. Esa idea le conforta. Pero no es locura, sino el transcurrir natural de la vida. Y en ese camino, un día, sin esperarlo, surge al encuentro un momento de consuelo y comprende que aquello que le hiere también le ilumina. Son instantes de luz, siempre fugaces, que solo llegan de tarde en tarde, como una ráfaga de viento en medio del bochorno de la tormenta. Apresarlos, ese es el don, antes de que se desvanezcan. Capturarlos, y convertirlos en parte de uno mismo. Tener hambre y sed de esos momentos a veces escondidos en la levedad de un gesto, como la mirada de la abuela que acude a la consulta con el nieto y la hija retrasados y, sin mediar palabra, mira al médico, y sabe que el médico lo ha comprendido todo y que un lazo misterioso se ha instaurado entre ambos para siempre.