El médico

Tantas vidas han pasado por su vida y tantos caminos se han cruzado con el suyo que, un día, siente la necesidad de rescatarlos del olvido. Y qué mejor forma de hacerlo que escribiendo. A través de la memoria y de las sensaciones que evoca, van surgiendo las historias que ha escuchado, las emociones que ha sentido, lo que es el discurrir de la vida. Y así, prosiguiendo la vocación que comenzó hace tantos años, el camino que emprendió de forma voluntaria y la vida se ha encargado de moldear, intenta seguir desentrañando la oscuridad que a todos nos rodea. Y es el carácter fugitivo de los seres y las cosas, lo que le empuja a aprehenderlas, a atesorarlas, y la vida adquiere así, tal vez, una dimensión de eternidad.

Sabe que la solución del dolor no siempre está al alcance de la mano, que la irracionalidad y la locura siempre acechan, pero no tiene que asustarse, no tiene que echarse atrás, tiene que mantenerse alerta, adaptarse, cambiar, porque los pacientes siempre esperan. Es la esperanza la que impulsa su camino. Sin esperanza, no acudirían. Una y otra vez tiene que defenderse del infortunio para seguir adelante, levantarse, recobrar las fuerzas, de nuevo empezar. No puede quedarse anclado en el momento de la desgracia, distanciado del pasado por el paso irrevocable del tiempo y sin camino hacia el futuro. Las palabras le acompañan, las palabras que ha oído, las que ha escrito en tantas historias clínicas, le sustentan, le permiten reconstruir las vidas de otros y su propia vida, le permiten iluminar su mundo interior. Las palabras son su fortaleza, ellas le protegen de los mensajeros de la desgracia.

El médico, a través de la ventana por la que escucha y mira, se asoma a la inmensidad del paisaje que es el paciente. Ese es su privilegio, un privilegio que nada ni nadie podrá cambiar. Y en ese paisaje, el lugar natural de encuentro con el otro es el rostro. Allí esperan la gratitud, la necesidad de consuelo, la esperanza. Y el médico se pregunta si la vida no es más que el devenir que todo lo arrasa, el río insondable, cuyas aguas corren más allá del bien y del mal, o es posible, al menos en parte, reconducir su cauce. Si es posible, en medio de tanta desmesura y falsas apariencias, llevar una existencia auténtica.

A veces es la fe del paciente lo que sostiene al médico, lo que le empuja a luchar contra la adversidad y la muerte, y un día recibe el don de contemplar un milagro y ve cómo la muerte da paso a la vida y el deseo de venganza y la cólera, que brotan del abandono y la pérdida del amor, dan paso a la paz y el deseo de reconciliación. Ve cómo el odio da paso a la generosidad y al perdón.

En un mundo hiperactivo y deshumanizado, el médico puede ser el amigo fiel que está al lado en los momentos difíciles, aquel a quien se encuentra en las horas de dolor, y esa compañía es el mayor alivio cuando la suerte se tuerce. A cambio, a través del contacto con el paciente, el médico configura su propia identidad, se descubre a sí mismo, distingue lo que es de lo que no es y recibe el consuelo que él tantas veces transmitió. Testigo privilegiado del renacimiento a la vida de tantos a quienes ha conocido, tiene la oportunidad de volver él también a nacer, de verse a sí mismo en el espejo que le ofrecen, y de convertir su vida en la expresión concreta de la vocación que sintió un día.