El nuevo hospital

A través de la ventana del nuevo hospital se ven las copas de los árboles de la acera de enfrente o solo las puntas si uno está sentado. Los cristales amortiguan el ruido de los coches que circulan silenciosos como si fueran fantasmas. El silencio de dentro contrasta con el barullo que discurre fuera, como si el hospital fuera una isla elevada sobre la ciudad, rescatada del fragor circundante. Pero no, no hay una muralla que aísle y defienda, y a los pocos días de llegar los ladrones ya han entrado y se han llevado los ordenadores. Nos sentimos inermes, presas fáciles de agresiones ocultas prestas a manifestarse. Un poco perdidos a lo largo de inmensos pasillos, repletos de luz, pero todos iguales, por los que se recorren enormes distancias, en las que es difícil distinguir el comienzo del final. Una arquitectura que se exhibe, que brilla, pero que aún no sabemos si cumplirá su cometido. Precavidos y anhelantes ante posibles asechanzas y crueldades que, como los meandros de un río, discurren por otros pasillos, estos sí, humanos, prestos a devorar al que está desprevenido. Y es palpable la incertidumbre, el miedo a ser alcanzado, el oscuro temor al otro, y el deseo de que quede establecida una línea permanente de seguridad, una frontera imaginaria de paz. Como los muros de protección de nuestro yo, la frontera cambia con las noticias del día, con la cascada de vicisitudes que acontecen, y hay un ir y venir de las emociones y recuerdos del tiempo transcurrido en el viejo edificio, de los comienzos cuando éramos jóvenes. Del tiempo de los ideales y la entrega desinteresada.

Volver la vista a atrás es recorrer un camino de lealtades y traiciones, de amor y abandonos, de solidaridad y egoísmo. Pero los pacientes son los mismos, el desvalimiento y el dolor son los mismos. Y queda la amistad mantenida a lo largo de los años, indemne a la fragilidad de la vida, a la fugacidad de tantas experiencias y emociones. Y queda el reconocimiento y el afecto de tantas personas, para quienes el paso por la casa supuso un alivio, un descanso, un encuentro personal o la desaparición del dolor. Unos lazos humanos que se han mantenido como un tesoro.

Ahora tenemos la oportunidad de comparar el viaje realizado con aquel que soñábamos, las ilusiones de la inocencia con la desnuda realidad. Y vemos que es posible conservar la ingenuidad primera y pasar sin contaminarse por las estancias del poder y de los deseos inconfesados y es posible sentir en el corazón que todo estuvo bien y que el viaje mereció la pena.