El padre

Estimada doctora:

Como quedamos por teléfono el pasado 22 de junio en Madrid, le escribo para contarle el problema de mi hijo, que tiene doce años y se hace el pis en la cama. El niño dejó de hacerlo muy pronto, a los dos años, pero transcurridos unos meses comenzó con enuresis nocturna sin que supiéramos por qué. Los médicos que le han visto no encuentran una causa concreta y yo siento inquietud y también miedo de que este problema no se resuelva. Yo me pregunto cómo un niño inteligente y bueno puede tener este defecto, esta limitación que le impide llevar una vida normal. Al principio pensé que con el tiempo el chico mejoraría, pero no ha sido así, y noto que comienza a avergonzarse, a sentirse inferior a los otros niños y a no querer salir de casa. Yo me pregunto qué habremos hecho mal al educarlo, y no logro encontrar nada, y por eso me siento perdido y tengo miedo.

Nuestro apellido, doctora, es Zauner y no somos españoles de nacimiento aunque sí por elección. Mi familia vive en Austria y no se ha movido del lugar de nuestros antepasados. Yo fui el primero en partir, pues sin saber muy bien por qué, desde pequeño sentí la llamada de la música. Nadie antes en la familia lo había hecho y mi padre lo vio como una catástrofe, un riesgo innecesario pudiendo dedicarme al negocio familiar del que se siente tan orgulloso. Pero casi todos los pasos decisivos de nuestra vida los damos por algún impreciso impulso interior. Y yo sentí el impulso de dejar las brumas del Norte y dirigirme al Sur, al encuentro de la luz absoluta, y llegué hasta esa tierra que ya considero mía.

La música y mi hijo son las dos pasiones de mi vida. A mi esposa la quiero, por supuesto, pero es otra forma de amor. Es un amor razonable. El modo de querer a mi hijo puede más que yo. La primera vez que me incliné sobre el vientre de su madre y oí el latido de su corazón, oí el tema de una sinfonía que anuncian las trompas, do, re, mi, un motivo que después recogerán los violines y las violas y el resto de los instrumentos, y que irá apareciendo y desapareciendo a lo largo de la larga partitura que será su vida. Veía la vida de mi hijo como la pura expresión de la música. Momentos de lirismo y esperanza, otros de desolación y silencio, el conflicto de las fuerzas que confluyen y chocan, también la angustia y la súplica, pero recorriéndolo todo, el soplo de la felicidad. Ahora tengo miedo de que pueda no ser así. Sé que las huellas del dolor atraviesan la Historia humana y las vidas de las personas, en finas líneas incontables. Yo deseo protegerlo del dolor y de la humillación, y hacerse el pis por la noche se puede ver como una nimiedad, pero es humillante.

No creo que mi hijo quiera seguir mi camino, no siente la emoción ni la devoción que un trabajo así requiere. Yo le traigo cada año a ver a su abuelo y, es curioso, él que es tan tímido y que nunca ha vivido aquí, es el lugar donde mejor se siente. El pueblo se levanta junto al lago, colgado de la montaña, y lago y montaña delimitan su tamaño y configuran la forma de sus calles y casas. La casa de mi familia era la pensión donde, hace ya dos siglos, paraba el correo. Desde entonces, nunca ha estado cerrada, ni siquiera en las dos guerras, cuando el pueblo era tomado por los soldados. Mi abuelo nos contaba las historias de aquel tiempo, historias de miedo y desolación y también de heroísmo. Contaba cómo la bisabuela Victoria se negaba a cerrar la fonda, lo mismo que se negaba a ceder a la barbarie. Se empeñaba en que la vida tenía que seguir su curso y que nada ni nadie tenía derecho a perturbarla. Solo Dios podía cambiar su destino.

Si usted viene por estas tierras, doctora, verá en lo más alto del pueblo la iglesia rodeada por el cementerio. Allí está la tumba de mi familia con la foto de la bisabuela. Una mujer guapa, de mirada inteligente, con un collar de tres vueltas al cuello y un colgante a juego con los pendientes. El cementerio es un bellísimo jardín que contempla el lago desde lo alto. Las tumbas son humildes con el centro de la tierra repleto de flores y un murete de piedra alrededor. La muerte, vista desde allí, resulta natural, la normal continuación de la vida. El lago, rodeado de altísimas montañas cortadas en vertical, recuerda la laguna Estigia y es fácil imaginarse la barca de Caronte que lo cruza.

El empeño de mi padre de que todo siga igual produce la impresión de que el tiempo se ha detenido. Por la noche, a la hora de la cena, mi padre pasa de mesa en mesa, vestido con el traje típico, saludando a los huéspedes: grüss Gott, que Dios les bendiga. Mientras tanto, sentado en una tarima desde donde se domina todo el comedor, cena el abuelo. Los camareros le sirven en primer lugar, y cuando termina, se levanta y a su vez saluda camino de la salida. Los turistas creen que vestir con el traje del lugar es para impresionarlos, pero no es verdad, es como han vestido toda la vida. A la entrada de la pensión están expuestas en una vitrina las fotos de la familia. La misma bisabuela Victoria del cementerio mira desde detrás del cristal y ocupa el centro del grupo. Debajo de cada foto, un nombre, una fecha y un pequeño comentario. El tiempo y la vida discurren por los rostros, los gestos y las actividades de los fotografiados, y es conmovedora la necesidad de mi padre y de aquellos que le precedieron, de dar testimonio de que todos los allí representados son los que fueron y siguen siendo en quienes ahora les suceden.

Al atardecer, doctora, y para que se haga una idea completa del lugar que le describo, la noche cae sobre el lago tras un larguísimo crepúsculo y el viento, que baja de las cumbres, barre los restos del calor del día. En verano suele haber grandes tormentas, y tras los truenos y relámpagos, es impresionante contemplar cómo, del fondo del lago, surge la noche. El silencio desciende entonces también a las palabras, se acalla la voz. Uno siente que el misterio de la vida y el curso inmutable de los astros se tocan en ese instante, se dan la mano, y por un momento, hombres y animales, minerales y plantas, confluyen en la armonía primera, aquella del Edén, donde todos los seres son hermanos.

Afectuosamente,                                          Matthias Zauner