El viejo hospital

  El hospital se traslada otra vez de edificio y da la impresión de que toda nuestra vida de médicos ha estado marcada por la relación personal con un espacio que cambia de lugar a lo largo del tiempo. El hospital cambia y nosotros vamos con él, y él con nosotros, pues lo llevamos dentro.

Primero fueron los altos techos de la Inclusa, en la calle de O’Donnell, con los amplios pasillos revestidos de azulejos, la rotonda de cristales donde nos reuníamos cada mañana, las altas terrazas y los patios interiores de ladrillo. Tan altas eran las ventanas para el tamaño de los niños, que uno de ellos, Luisito, les pidió a los Reyes una ventana para ver la calle. Esas largas salas y pasillos, inadecuadas para ser un hogar, pero cargadas de carácter, son las que eligió Victor Erice para rodar algunas escenas de su película El Sur.

Los médicos mayores nos contaban entonces a los recién llegados, algunos todavía estudiantes, que hasta hacía poco aún existía el torno giratorio con su letrero “aquí se deja a los niños”. Y en el sótano de abajo se conservaba el Archivo con la historia de la Inclusa de Madrid y la historia de tantos niños que allí fueron abandonados. Eran los niños expósitos, los niños incluseros, los niños de nadie. A algunos los dejó la desgracia, a otros la necesidad y la vergüenza, a todos la injusticia.

Al edificio de O’Donnell le siguió el de Doctor Castelo. Bastaba cruzar el patio, éramos jóvenes, teníamos esperanza, cultivábamos las ilusiones. Se nos ofrecía un proyecto nuevo, otra forma de ver por vez primera el mundo.

Las diferentes etapas de la historia del hospital han pasado como un soplo. El comienzo y el final de cada una de ellas se evaporaron como un suspiro, como una lluvia fugaz de verano. Pero queda un sentimiento interior de historia verdadera, de hechos acontecidos, de logros y de fracasos. Una corriente de felicidad recorre el tiempo transcurrido, y a su lado, agazapado, un sentimiento de impotencia y desamparo, la constatación irrefutable de que también morimos de tantas pérdidas.

La historia verdadera del hospital está en las historias sin nombre de tantas personas que por aquí han pasado. Sujetos anónimos que cobran identidad cuando llegan a esta casa, pero que carecen de interés, salvo en casos raros, para los cronistas oficiales. Los periódicos dan noticia de logros y acontecimientos, relatos de cara a la galería, ansiosos por transmitir novedades. Anécdotas y rumores, planes de prevención que salen en la tele, o fotos del ministro que acompaña en coche a la policía en el transporte de un nuevo medicamento. Esa es la historia aparente, pero detrás está la historia profunda, la historia real, de vidas que se entrecruzan, ayudas desinteresadas, y pérdidas irreparables.

El médico reflexiona, sabe que ha llegado a ese punto de la existencia donde confluyen la plenitud de la vida y la conciencia de la muerte. Por un momento la nostalgia domina su alma, pero solo un momento, pues los gritos de los niños y el rumor de las conversaciones de nuevo le llaman.

El rumor de las voces se desliza por el pasillo y las salas de espera como una nave sobre las aguas de un lago. Sube y baja de intensidad, cambia de tono, como el sonido del viento. Los colores de los jerséis y de los abrigos de los niños, rojos, azules, verdes, sugieren las plumas de pájaros exóticos, y como los pájaros cambian de rama en la floresta, los colores cambian, van y vienen, con el trasiego de los pacientes.

El hospital es un bosque, el hospital es un lago. Los niños, ellos sí nos acompañan, son el nexo de unión con aquel pasado, el hilo conductor, el punto de referencia que nunca se pierde, y sus voces prolongan las voces que un día resonaron en los techos de la Inclusa, tan altos, y el médico, que hoy está cansado, siente que a él también le llaman y le hablan: atiende, escucha, el sueño que tuviste y que fue tuyo, sigue vivo, y a nosotros también nos acompaña.