Javi

Nunca ha querido reconocer su verdadera historia y se ha inventado una historia novelada para contar a todo aquel que quiera oírle, excepto a unos pocos, a quienes considera sus íntimos, con los que cree tener una relación sagrada, en la que para hablar de sí mismo solo hace falta el silencio. Se traslada por los largos pasillos de la Inclusa en un coche de ruedas, apoya el pie en el suelo y lo impulsa, y sale veloz sintiendo el placer de desplazarse. Tiene los pies zambos, las piernas arqueadas y nunca pudo sujetarse de pie, pero él observa el mundo desde la atalaya de su coche, altivo y distante, sintiéndose el jefe del resto de los niños que son más pequeños y que un día partirán, pues todos a los tres años se marchan hacia otros centros. Todos menos él, que no tiene familia pero que no será adoptado pues los futuros padres quieren niños sanos. Y él sabe que no crece y que su corazón tampoco funciona bien.

Todas las mañanas sor Milagros le baña y le peina, desayuna y comienza la jornada: ir a ver a los médicos, ayudar a pasar la consulta, y ante todo, que quede claro, que él es distinto, que sus padres murieron en un accidente de coche, justo en la Plaza Mayor, y solo él se salvó. Piensa que es normal que no le adopten pues en realidad nunca fue abandonado, solo la mala fortuna le condujo a estos salones, solo el destino, que es libre, o el azar, que no se puede prever. Pero él sigue fiel a su padre y a su madre, a los hermanos tempranamente muertos, a la memoria que con tanto ahínco se esfuerza en conservar.

Las madres de la consulta le escuchan embobadas, no se esperan tanta brillantez en un cuerpo tan pequeño. Y va de un lado a otro, sabiéndose protegido, hijo predilecto de los que allí mandan.

Él nunca se irá de esta que es su casa. Una vez hace dos años pidió marcharse, ser un poco como los otros, descubrir otros lugares, conocer nuevas personas, pero no lo resistió. No soportó la lejanía de los techos altísimos, los pasillos interminables, la voz de sor Milagros, las conversaciones con los médicos, las salidas al cine o las excursiones en coche. No soportó, sobre todo, que ya no fuera el jefe de los pequeños, el que contaba historias sorprendentes que todos escuchaban admirados.

Quiso volver, recuperar la cercanía de aquellos para quienes él se sabía único, retornar a la vida que había comenzado y terminaría en esa Inclusa, pero una vida también plena de afecto, una vida a la que él, de ninguna manera, estaba dispuesto a renunciar.