Juan

Aún recuerda, como si fuera ayer, el impacto que le produjo lo que dijo su prima: “nosotras, cuando eras pequeño, no sabíamos que existías”. La conmoción de aquel momento nunca le ha abandonado, como una impronta indeleble, un golpe seco y duro que le ha desviado de la vertical sin que logre volver a enderezarse. Esa es su impresión, todo su ser está inclinado y por más que lo intenta, no se logra enderezar.

Ahora tiene 18 años y no sabe con exactitud lo que sucedió durante el primer tercio de su vida, los seis primeros años que sus primos desconocen. Su madre le ha dicho que estuvo interno en un colegio, y él se pregunta: ¿tan pequeño? Los recuerdos de aquellos años se pierden en una nebulosa imprecisa. Ningún recuerdo concreto, ninguna imagen que evocar. Solo un edificio de techos y muros altos, los hábitos de las monjas, y las visitas de la madre de vez en cuando. Pero no, no logra recordarlo bien, y tampoco quiere preguntar. Ha captado desde hace mucho la inestabilidad de la madre, los cambios de humor, la contradicción de sus decisiones, las fantasías con que intenta dar coherencia a lo que cuenta y en las que busca refugio. Fantasías que son sustituidas por otras, con la mayor naturalidad, cuando la realidad confirma su falta de fundamento. Nada en la relación con la madre es estable y duradero, nada tiene continuidad. Y él dice que no la entiende, pero aprueba sus decisiones, las acepta, se esfuerza en darlas sentido, y cuando por más que lo intenta, no lo tienen, piensa que hay otras razones y motivos que él no conoce y que la madre sabe, que sin duda y aunque sea de forma oculta, dan a tanto desvarío un punto de racionalidad.

Después ha sabido que la madre, por el qué dirán, lo dejó en el Hospicio. Y solo a los seis años, cuando iba a perder la patria potestad, lo llevó con ella al pueblo. Al principio la madre pensó decir que el hijo era adoptado, después no dijo nada, y los vecinos que ya lo sabían, lo recibieron como si nunca se hubiera marchado.

Anochece en el camino y las afueras del pueblo, a medida que se acercan, le parecen inmensas. Los troncos de los árboles se recortan sobre la llanura de trigos y la luz del ocaso se concentra en el horizonte. Todo es silencio, solo se oye el sonido del motor del coche. La madre calla como si conducir le supusiera un gran esfuerzo de concentración incompatible con la palabra. Él ya conoce estos silencios, la incapacidad de la madre para hablar de tú a tú, para preguntarse por los sentimientos del hijo. Él nota ese contraste, esa disonancia que chirría, entre la inmensidad de lo que él siente, la necesidad de tener su propia biografía, de ser él, y la frivolidad con que la madre responde y elude las preguntas. Es una distancia que convierte en mínimo todo lo que a él se refiere y en inmenso lo que a ella le afecta. La madre cree que los sentimientos del hijo no son más que una prolongación de los suyos y los hechos que ella cuenta, la única realidad posible, como si el mero hecho de enunciarlos en voz alta, de narrarlos, les diera el sello de lo auténtico.

Él nunca había pensado en recordar, aceptaba esa imagen difusa de los primeros años y buscaba afianzarse en lo que ahora era su vida: estudiar en la ciudad y volver al pueblo en vacaciones, volver lo más posible, para ser allí, en el lugar que más ama, uno más. Se siente ligado a la vida en el campo, al curso de las estaciones y las labores agrícolas, la siembra en otoño, la espera en invierno, el despertar en primavera, y el júbilo de la cosecha en el verano. Cuando está lejos de allí siente la nostalgia del sol en los muros encalados, en los poyos de las puertas donde se sientan los viejos después de comer hasta que el sol declina y un frío repentino les hace estremecerse. Entonces se levantan, la bufanda bien anudada, y se van a casa. Él les ve pasar y añora la simplicidad aparente de su vida, un itinerario en el que todas las etapas están bien definidas y cada uno sabe quién es, cómo llegó al mundo, dónde y por qué.

Le gusta la camaradería con la gente del pueblo, las meriendas en las bodegas y salir a cazar. Le fascina contemplar la destreza del vuelo de las aves, la inteligencia imprevisible de las liebres, la fidelidad de los perros a su lado. Los cazadores se colocan en línea y empiezan a caminar. La liebre está escondida, oculta en el lecho del surco, confundida con el color de la tierra y el rastrojo, y el galgo la busca, guiado por el instinto, menos listo, más fácil de engañar. Los cazadores avanzan con paso firme, atentos al momento de mayor emoción: cuando el galgo levanta a la liebre, y comienza la carrera, la veloz persecución que culmina en la captura o en la libertad. Él quiere que la liebre gane, que el galgo no logre darla alcance, pero no lo dice. A él lo que le gusta es la conversación con los otros cazadores, el fresco de la mañana, la escarcha en el campo, los cambios de la luz, el placer de caminar y la compañía de los perros, siempre a su lado.

La prima, con su comentario inocente, ha abierto una sima en el principio de todo, un vacío poderoso en el origen de sí mismo del que no logra escapar. Se siente solo. Ya no sabe lo que quiere. Ha querido a la madre ciegamente, lo ha justificado todo. Su inclinación natural es la bondad, pero ahora nota que por dentro le crece la distancia, una distancia dolorida que no controla y que está modificando su modo de relacionarse con los otros y con el mundo. Una distancia que dinamita la relación con la madre, la confianza sin límites que siempre tuvo en ella. Y sospecha que si esa confianza se quiebra será muy difícil de reparar.

Su secreto exige un secreto absoluto, una lealtad total. Y se asombra de todo lo que está diciendo, él, tan parco en palabras, y tiene la impresión de que este relato, que ha decidido comenzar, nunca va a tener fin. Le gustaría que la doctora conociera la tierra de que habla y pudiera sentir las emociones que él siente. Que la doctora pudiera sentir la inmensa soledad en que su madre le ha arrojado. Le gusta la música, no lo comenta con sus amigos, pero también escucha música clásica, y la doctora le está diciendo que esa noche escuche la tercera sinfonía de Mahler, y oiga el grito de júbilo y la melancolía de los instrumentos de viento, y el canto de la contralto “profundo es su dolor”, y así, tal vez sienta que otros han sentido lo que él ahora siente.

La música que anuncia la llegada del verano e invita a oír lo que dicen las flores del campo, los animales del bosque, lo que dice la noche con su canto que es la voz del hombre, el sonido de las campanas en la mañana que tañen los ángeles, y al final, lo que dice la vida celestial que habla siempre por la voz de los niños.

Ha vuelto al pueblo, pero esta tarde no quiere estar con los amigos. Sale de la casa cruzando el corral por la puerta trasera, y coge el camino que bordea el caserío y se dirige hacia el monte. Los perros saltan a su lado dispuestos a acompañarle, pero él cierra la talanquera y los deja dentro. Quiere estar solo, las tierras de cultivo quedan al otro lado, por esta parte el terreno es abrupto y de tonos ocres. Hay algunas sabinas y quejigos, fresnos y pinos, también extensiones pedregosas con arbustos y zarzas al borde de una cacera. Camina absorto, ajeno al paisaje, ajeno a todo, quiere saber quién es él, y busca las claves en esta tierra, en la que todo indica que fue concebido por su madre, y en la que, a pesar de ser la suya, no llegó a nacer. La prima, con su comentario, ha descorrido el velo y sabe que está a punto de emprender una aventura personal.

Es invierno y hace frío. Unas nubes nacaradas se acercan desde el norte y sopla el viento. El camino está desierto, a lo lejos se dibuja la silueta solitaria de la iglesia perdida en medio del campo. Es el paisaje desolado del invierno, con los árboles desnudos y el ulular del cierzo, lo que convierte en abstracta e intemporal la silueta que se recorta en el horizonte. Siempre le sorprendió verla allí, como una imagen irreal, y hacia ella se dirige. Algo misterioso y cercano irradia de esta pequeña iglesia, solitaria en medio de la llanura, testigo fiel del pasado que transmite la ilusión de permanencia. Rodeada de silencio ha acogido en su galería a peregrinos, vagabundos, pastores en la tormenta, huidos de la justicia. Gente de buen y mal vivir. Y él quiere que a él también lo acoja y tal vez un día el cantero represente en uno de sus canecillos el símbolo de lo que fue su vida. O tal vez no, tal vez el símbolo está ya allí. Repasa las escenas representadas en lo alto, la matanza del cerdo, la vendimia, el fraile glotón, la lujuria, la ira, lo que siempre fue y así es y seguirá siendo hasta que todo se disuelva en el cosmos. Pero falta una, falta la del hijo abandonado. Se sienta en el banco de piedra bajo la galería, en el lugar sagrado donde reposan los muertos. Los arqueólogos descubrieron los enterramientos medievales hace unos años. Son tumbas pequeñas, como era el tamaño de los que allí habitaron, algunas minúsculas de niños, porque la muerte elige con libertad a los suyos y a todos iguala.

La pequeña iglesia le parece el mejor de los consuelos. Él siente que su visión le invita a la experiencia mística de comprender que todo está allí, también su dolor, desde el nacimiento a la muerte. De que todo confluye en la luz cenital de esta tarde, en la transparencia del aire y el silencio que todo lo envuelve. Y comprende que ha llegado el instante mágico de la total quietud, cuando el tiempo queda suspendido, y uno se funde con la naturaleza, sabiéndose testigo privilegiado de su belleza sobrecogedora.