La madre

Le gusta la música de Schubert que tanto amaba su hijo, el hijo muerto por propia voluntad, por absoluto deseo. Una muerte que fue madurando por dentro, poco a poco, haciéndose a la idea, sintiendo su compañía, como la más pura expresión del consuelo. Superar el pasado, liberarse de él, no era posible. Hubiera significado convertirse en otro, y él no quería ser otro. Y el pasado era una visión de horror y lágrimas que lo abarcaba todo. Se reprochaba no haber sabido detener el tiempo, transmutar la realidad, por el movimiento mágico del amor. Pero no, el amor no lo cura todo, el amor de uno es silencio y distancia en el otro. No, el amor no basta. Y si el amor no basta, hay que buscar el descanso, la ausencia de dolor, la nada. Volver al magma informe del origen del mundo, que el alma migre al corazón de una margarita blanca, de una violeta. Mejor una flor, sí, los pájaros tienen corazón, los tigres tienen corazón, las flores no, solo alma. Y el corazón es peligroso porque traiciona. El hijo siente que los dioses han dejado de poner en él su mirada y ha quedado abandonado a su suerte. Como Héctor encuentra la muerte a manos de Aquiles cuando Marte aparta de él sus ojos, él teme que ese abandono le lleve a la pérdida definitiva de una parte de sí mismo que nunca volverá a tener. Mejor la muerte.

La madre lo intuye, lo sabe, pero no lo entiende. Desde siempre todo ha girado en torno de sí misma. Habla con el hijo para ser escuchada, quiere que él tome partido, que elija, y si no la elige a ella, lo castiga con su reproche y distancia. Un reproche sutil, una distancia medida. Desconoce el amor sin condiciones, la entrega total que implica salir del todo de sí misma. Vive entregada al cultivo de sus necesidades, de sus ilusiones, de un mundo interior que considera único, tocado por la gracia.

Nunca pensó que todo pudiera llegar tan lejos, se siente confusa, pero se mantiene obstinada buscando una causa ajena a ella, una causa situada fuera, en los otros, en las circunstancias de la vida, en la debilidad del hijo. Se calla. Levanta la mirada hacia el médico y se sorprende de que hayan transcurrido tantos meses desde que sucedió la desgracia. Está cansada, desea irse a casa, sentarse en la penumbra de su habitación, escuchar música, descansar. Quiere oír a Shubert y busca entre los discos del hijo, elige “La muerte y la doncella” que a él tanto le gustaba, una música premonitoria, cargada de significado. La muerte que se acerca, su llamada tan dulce, no temas, no temas, la sorpresa y el miedo de la joven, el descanso final. Desea abandonarse, ella también al descanso de la música, a la emoción de la belleza.

No es capaz de liberarse de esa visión egocéntrica de sí misma. El hijo como el niño pequeño que continúa en la infancia y no pide, solo recibe. El hijo como una prolongación de sí misma, siempre centrada en sus pequeñas necesidades, por encima de todo, como si la vida fuera un juego, absorta en una sensibilidad que considera excepcional. Y el hijo necesitaba una columna, una muralla en la que reposar, un vaso de arcilla que recogiera la sangre que le goteaba, mirándole cara a cara, sin que el pulso temblara.

Y ahora todo son palabras en medio del silencio, todo son preguntas cuando no hay respuesta. Pero el dolor no es tan grande. Una carga de razones, guiadas por el instinto, se ha aposentado poco a poco en lo más hondo. Una coraza lustrosa y dura por la que resbalan las palabras y el agua que brota de la fuente del sufrimiento.

Y la vida sigue camino de la siguiente parada. Recorre las estancias que quedan, como el tiempo recorre las estaciones del año. Y en el fondo, qué sorpresa, solo era esto, el dolor solo era esto.