Marta

La insatisfacción que siente desde que tiene uso de razón, le ha llevado a inventarse otro modo de vida, otra forma de ver y enjuiciar las cosas que solo a ella le pertenece. No le gusta la realidad y ha decidido crearse otra, exclusiva y personal, que los demás tienen que aceptar. Muy pronto supo que no soportaba la vida diaria, levantarse, desayunar, ir al colegio, hacer los deberes, y notaba el contraste entre lo que ella sentía y lo que sentían los demás, entre la facilidad y la ligereza con que vivían las amigas y el esfuerzo infinito que a ella le suponía. Se sabía distinta. Vivía en un estado de vacío insuperable y el vacío personal daba lugar a un conflicto permanente consigo misma y con los otros. De esa forma, acabó por adoptar, casi sin saberlo, una actitud de rechazo frontal a todo y a todos, y un egocentrismo expansivo y sin límites, que nunca se sacia y que la va ganando por dentro. Llega un momento en que la decisión es irrevocable, el camino emprendido irreversible, pero la frustración no cesa y busca mecanismos que la compensen, que la ayuden a soportar el paso del tiempo, que amortigüen la sensación de inquietud y de rabia.

De niña se negaba a comer, luego comenzó a arrancarse el pelo, las cejas, las pestañas, hasta lograr una transformación de su físico que reflejara el itinerario de su alma. Así disminuía la tensión, ese desasosiego constante que le resulta insoportable. Recuerda cuando le decía a su madre, “cállate, no quiero oír tu voz, no lo soporto. Quiero morirme, quiero que te mueras, voy a matarme”. Tenía seis años, y así comenzó todo. Otras veces decía, “quiero que me abandonéis”. Más tarde pensó que la clave de su bienestar estaba en mantenerse delgada, y el esfuerzo enorme para conseguirlo sería la medida exacta de que controlaba su propia vida, de que había un pivote firme de referencia. Pero no era posible, no soportaba el hambre y acabó por entregarse a un mecanismo ciego de atracones y vómitos que llegó a pensar la volvería loca. Todas las horas del día giraban en torno a una idea obsesiva: comer y vomitar.

Llegó a la conclusión de que la culpa de sus problemas la tenían los demás, su incomprensión, su falta de sensibilidad ante la peculiaridad de sus necesidades. Soñaba con vivir sola, no tener que soportar a los padres, a los hermanos, a los profesores y compañeros del colegio. Estar sola, qué descanso. Decide marcharse fuera para empezar la Universidad. Los padres están de acuerdo y siente la felicidad de ser libre, fuera de la tutela de la familia, libre de organizar el horario y lo que hace, libre de decidir lo que quiere. Se siente bien, conoce gente nueva, se incorpora a la vida nocturna de la ciudad, encuentra amigos. Todo se ha calmado. Pero la calma ha resultado ser una ilusión, un breve paréntesis que precede a la tormenta. Está decepcionada, el mundo que se ha construido con tanto esfuerzo, la visión única e intransferible de la realidad, la deja vacía. Necesita que otros la compartan, descubre sorprendida que la realidad la inventa ella, pero otros tienen que alimentarla. Ella exige una entrega total y absoluta, una supeditación sin límites a sus necesidades. Pero los amigos dicen no. Poco a poco la rehuyen, no contestan a sus llamadas, no cuentan con ella para sus planes, pues hagan lo que hagan, serán sus problemas personales los que prevalezcan y el diálogo terminará en un monólogo absorbente que cada vez les resulta más extraño. Para ellos, sus palabras son un lamento interminable, para ella el rumor del aire que respira. Se repite una y otra vez: “estoy sola en el mundo, nadie me va a ayudar nunca, nadie me va a querer nunca. Estoy sola en el mundo”.

Se siente deprimida, no está dispuesta a seguir esforzándose, y piensa que ya es hora de darse a sí misma una compensación. No se presentará a los exámenes, se dedicará a ponerse bien, y después, más adelante, retomará los estudios. Pero la decisión tampoco le alivia. Continúa insatisfecha e irritable, se siente humillada, nada ni nadie aminora el vació, la cólera ardiente, esa oscura impaciencia que la invade. Necesita hacer algo que la castigue y que al mismo tiempo la compense. Ya lo ha decidido, va a castigarse a sí misma, pero también va a castigar a los otros, a los que se resisten a entenderla. Se encuentra sola en casa, todos han salido, todos tienen planes menos ella. Se desnuda. Siente el frío de las baldosas en los pies descalzos. Es el mismo frío que atenaza su corazón. Se dirige al cuarto de baño, coge la cuchilla y se corta la piel de las piernas, lentamente, con meticulosidad, siguiendo las líneas imaginarias de una geometría perfecta que su cabeza le dicta. Se contempla sorprendida, no duele tanto y la tensión ha descendido; tiene una sensación de relax momentáneo y, por ahora, cree que no va a ir más allá. Siente la excitación de pensar hasta dónde es capaz de llegar. Puede cortarse también los brazos, las venas visibles por las que corre la sangre y la vida. Ella es la dueña, puede hacer lo que quiera, pero también siente miedo, miedo a hacerlo y arrepentirse, miedo a querer dar marcha atrás y no poder. También piensa en su madre, la quiere. De todos sus sentimientos es el menos conflictivo, el que menos ha cambiado, el más duradero. El único lazo que a lo largo del tiempo no se ha roto.

Vuelve a la habitación y se mete en la cama. No quiere ver a nadie. Quiere entregarse a sus emociones y pensamientos. Ve su alma como un paisaje de tierras cambiantes. Negras pizarras, pardos esquistos, enrojecidas tierras ferruginosas, verdes micacitas, se alternan y dan color a lo que siente. Otras veces solo percibe una extensión baldía de blancos y de grises, donde la niebla flota y se desplaza inundándola de angustia. Se obstina en ver su vida como un amor hundido, irreparable. Una y otra vez la tristeza, la ira y la culpa, se suceden en su ánimo con un ritmo inmutable. A veces, un pálpito interior, una ráfaga de luz, le dice que la felicidad es posible, pero enseguida la esperanza se desvanece. Habla, necesita hablar, que alguien la escuche y la entienda. Habla para sentir que existe, porque si no hablara, su lengua se secaría y su corazón dejaría de existir. Pero las palabras se quedan suspendidas en el aire, vuelan a la búsqueda de un destinatario y no hallan interlocutor. Nadie acude a compartir el país donde ella habita. Nadie percibe que sus heridas sangran. Se da cuenta de que sus emociones son solo suyas, que nadie comparte su forma de ver y entender la realidad, su mundo personal.

Siente el vértigo del tiempo, las esperanzas rotas, las promesas incumplidas, su sed que nunca se sacia. Y de nuevo, la isla donde habita, una balsa en el mar a merced del viento y de las olas. Alguna vez surge la visión de playas solitarias de dolorosa belleza, donde añora llegar, porque tal vez allí alguien espera, pero es una visión fugaz. Ve rostros en las sombras que la visitan cada noche, antes de dormir. Descifra sus rasgos, adivina los mensajes que traen. No son buenos. Ninguno es portador del descanso. Sus noches persiguen una única noche que no llega. A lo largo de las últimas semanas ha tenido la impresión de que si no cambia, un agujero se le va a abrir paso por el pecho hasta dentro del alma. Un agujero que perfora lo que encuentra en su camino y agranda el vacío, el pozo sin fondo de su desdicha. Por primera vez opina que tal vez es preciso parar, darse una tregua, descansar de este combate inútil, despojarse de todo, sentirse desnuda de deseos. Dejar atrás las cenizas y los monstruos, prescindir de la memoria, olvidar el deseo de recordar. Lo estudió en el colegio: todo son ruinas / todo son despojos.

Esta mañana, sin saber por qué ha decidido volver a casa. Desde hace tres años, desde que se marchó, volver a la casa de los padres, a su casa, le producía un profundo desasosiego, el temor a reencontrase con un mundo al que culpa de su infelicidad. Se ha levantado temprano y ha contemplado en el espejo el rostro que le produce tantas insatisfacciones. Se ha desnudado y con mirada crítica ha recorrido las piernas, los muslos, el vientre, el pecho. Qué falta de atractivo. Lo intenta una y otra vez, se castiga porque no lo consigue, pero todo da igual, no obtiene resultados. La insatisfacción y el vacío permanecen sin cambios, se adueñan del centro de su ser y nunca la abandonan.

Ha decidido volver a casa cuando es invierno, la estación que más le gusta. Los días cortos, sin luz, de tonalidades blancas y grises, son los que prefiere. No comparte el gusto de las amigas por el verano y le espanta la llegada de la primavera, cuando hay que guardar la ropa de invierno en el armario, y ya no es posible ocultar el cuerpo con abrigos. Ordena las cosas de la habitación y se tumba en la cama para hacer tiempo. No quiere partir antes del mediodía, desea llegar protegida por la oscuridad de la noche. Por fin mete los regalos en una bolsa, cierra la puerta, baja las escaleras y coge el coche. Conduce despacio, le atrae la belleza de la muerte y siente miedo de querer matarse. Al menos cuando muera habrá cesado el miedo de pensar que siempre estará sola. Nota la indiferencia de los otros conductores, la exacta medida de su insignificancia, nadie se fija en ella. No entiende cómo los demás pueden ser ciegos al volcán que la consume por dentro. Ya faltan pocos kilómetros para llegar, para el coche al lado de la carretera y se baja. Desde el montículo de las afueras la ciudad nevada se eleva como un barco en la llanura. La luz del ocaso se despliega en un arco iris de verdes, rojos, azules y violetas. Las torres de iglesias y palacios se incendian de reflejos y colores, y sus piedras se impregnan de luz, absortas en la belleza del atardecer. Los pájaros cruzan el caserío de Norte a Sur a la búsqueda de refugio ante la helada que se avecina, cortan la transparencia del aire con la geometría de sus vuelos, en un perfecto y único movimiento. La luna, redonda y roja, surge por detrás de la sierra, señora de la noche. Se sorprende a sí misma contemplando el paisaje como si nunca se hubiera ido, con la proximidad de quien nunca lo ha abandonado. Y, por una vez, decide entregarse al consuelo que siente. Ella también forma parte de ese escenario, ella también es alguien. Contempla los últimos rayos de luz y decide darse un respiro, abandonarse a ese instante mágico y apaciguador. Se pregunta si está destrozada por la vida o por los sueños, ese extraño paraíso de ilusiones en que se ha convertido su vida. El ensueño y la nada son los únicos dueños de la infelicidad y, tal vez, para estar vivo no hacen falta gestos heroicos, grandes discursos y pronunciamientos, solo se necesita la levedad de un gesto, algo pequeño y humilde que se acepta y acoge.