Pablo

Desde muy pronto se sintió y se supo distinto y esa diferencia le producía tanto terror que procuraba no pensar en ella. Pero la diferencia seguía allí y pugnaba por manifestarse, y la lucha entre esconderse y salir fuera, le hacía sentirse agotado. Medía cada una de sus palabras y sus gestos, para que en ninguna circunstancia pudieran translucir lo que sentía. Ese control constante, esa máscara satisfecha, era esencial cuando estaba con los amigos. Qué espanto si lo notan, qué horror, qué humillación. Qué temor al rechazo y al desprecio.

Cuando sale le da miedo beber alcohol, correr el riesgo de desinhibirse, salirse de la muralla que lo protege, dejar entrever que sus gustos e inclinaciones son tan diferentes. La muralla aísla pero tranquiliza. La máscara le convierte en otro, le impide ser él, pero es la mejor defensa de sus miedos. Siente la alegría espontánea y natural de la vida, pero no puede abandonarse libremente a ese sentimiento, no se lo permite su conflicto personal y el conflicto con los demás. Desea ser feliz, pero la felicidad que le ofrecen va en contra de su naturaleza. Y él es también naturaleza.

Ha cumplido catorce años y decide ponerse a prueba. Saldrá con una chica, una con quien sabe que puede hablar, él habitualmente tan silencioso; una amiga inteligente y sensible, y tendrá la oportunidad de constatar cómo es la atracción de una mujer. Se siente nervioso, tiene miedo de que le rechace, pero la chica le sonríe y dice sí. Emprende la tarea, hace lo que se supone que debe hacer. Van a pasear a las afueras de la ciudad, a la arboleda que rodea el núcleo urbano. Hace una tarde perfecta, el río refleja las nubes rosas del atardecer y la luz se concentra siguiendo su curso. Poco a poco, a ambos lados, las sombras de la noche delimitan el perfil de los árboles y los edificios. Se encuentran bien, pero algo falla, algo no sale de la manera esperada: por más que se esfuerza, no logra sentir nada. Decide dar el experimento por terminado, replegarse de nuevo hacia adentro, recluirse en el silencio y la espera.

Vuelve a casa y se encierra en su cuarto. Contempla el fluir del tiempo en el reloj de arena que le regaló su abuelo y tiene la sensación de encontrarse en un mundo irreal. El tiempo, el movimiento de las cosas, el ritmo de los acontecimientos, el sentido de la muerte y de la vida. Su hermano toca la flauta en el cuarto de al lado, un sonido etéreo, espectral, tembloroso, como su alma. Le gustaría poseer el don oculto que transforma las palabras en silencios y los silencios en palabras, un lenguaje sutil y preciso que le permitiera expresar y entender el dolor que siente su espíritu. Pero el lenguaje no llega y se siente vacío. Busca entonces las palabras de otros, “esta angustia de cielo, mundo, hora, este llanto de sangre”, “goza el fresco paisaje de mi herida / quiebra juncos y arroyos delicados”. La intensidad del amor que él aún no conoce, inseparable del llanto. La necesidad de compartir las emociones, el azar, los sueños. Pero está solo.

Lo peor de todo es la soledad, no poder hablar libremente con nadie, con absoluta tranquilidad, sin ningún tipo de censura. La soledad le está convirtiendo en una persona diferente, más distante de los otros, más escéptica, y una corriente interior, desconocida, soterrada, le alimenta un sentimiento de reproche y de rechazo hacia todo y hacia todos. Ya no puede soportarlo más, ha pedido a los padres hablar con un médico, les ha dado a entender lo que le preocupa, y le han dicho que sí. Ese sí ha sido como una descarga liberadora, como un primer hito en el recorrido del laberinto, un hilo de Ariadna que le tranquiliza. Desea emprender el viaje hacia sí mismo, pero necesita la lira de Orfeo que le guíe por los mares procelosos y le libre de los cantos de las sirenas, que le lleve hasta la línea del horizonte donde el amor duerme. Invoca a Orfeo, e invoca a Ulises, el gran viajero.

Quiere llevar adelante este viaje sin miedo, está dispuesto a inventar el amor del mundo. Solo quiere la verdad, dejar atrás esta angustia de no poder sentir y ser tal como él siente y es. Ahora sabe que no hay alternativa, o es él, o no es nadie. Ya no quiere máscaras que oculten, ni murallas que aíslen. Solo quiere ser él, a plena luz.