Pedro

El niño llega a la consulta acompañado del padre, que ya ha venido otras veces, y se siente satisfecho por los resultados del tratamiento. El hijo está más tranquilo, más reposado, saca mejores notas, no contesta de forma tan impulsiva y discute menos con la madre. Sí, está mejor. Por eso la expresión preocupada del padre no concuerda con lo que cuenta y el médico le mira interrogante. El padre hace un gesto, desea que el niño salga y poder hablar a solas.

Se ha hecho el silencio. El hombre, que es joven, se mueve en la silla, se inclina hacia adelante, contempla la cara del médico. Desea hablar, pero no sabe cómo. Se siente inseguro. Por la ventana se ve el cielo gris, otoñal. El calor del verano se ha seguido de un tiempo variable, con ratos de sol y otros de nubes, o con un cielo plomizo sin que termine de llover.

Una sombra de dolor le recorre la cara cuando por fin habla y relata lo que le angustia, la enfermedad de su madre, el trastorno que la aqueja, que ha surgido cuando es ya mayor y sin que nadie lo esperara. Un delirio de celos que no la deja vivir ni deja vivir a quienes la quieren. Un dolor persistente que no la abandona. Un dolor henchido de sospecha, inquietud y desconfianza, que la lleva de un lado a otro expectante y herida. La mirada ya no tiene la expresión amorosa de cuando él era niño. Ahora le mira desvelada y con angustia, también con temor y con ira, ante la sospecha de que el hijo pueda ser cómplice de la afrenta que ella sufre.

La afrenta comenzó hace mucho tiempo, mucho antes de que él naciera y de los cambios de la familia de un lugar a otro, hasta que por fin se asentaron. La madre nunca había dicho nada, había guardado el peso insoportable que la trastornaba y que por fin, tan tarde, había decidido estallar.

Fue en la guerra, en la aldea escondida en la montaña, donde vivían unas cuantas familias, los animales, los prados y el paisaje. Primero mataron al abuelo y después la abuela fue violada. Y de esa violación nació su madre.

Por fin lo ha contado, se siente mejor y rompe a llorar. Que el dolor se convierta en lágrimas y las lágrimas le liberen por dentro de este peso, de esta desgracia imprevisible que está conmocionando sus vidas. Él cree que la madre, al conocer la verdad, optó por la resignación, y ahora, esa resignación había explotado. A veces la realidad se desvela lentamente, de manera gradual, otras lo hace de repente y de forma absoluta. Él tiene la sensación de haber descubierto, en un único momento, más que en toda la vida, de haber penetrado una verdad hasta entonces velada y de haber alcanzado un grado de lucidez que no se podía imaginar. No es la sabiduría de Buda, la iluminación tras años de soledad, meditación y ascetismo, es la iluminación después de nada, por el solo devenir de las cosas y la vida.

La tragedia ha irrumpido en la conciencia de la madre, el recuerdo olvidado pero presto a salir. Es verdad que la memoria selecciona los recuerdos, que van y vienen de forma misteriosa entretejidos de deseos y asaltados por la duda. Pero la madre no tiene dudas, bien al contrario, la certidumbre la ha desbordado. La ferocidad primordial de la vida la ha hecho sucumbir. Y el hijo sufre por el dolor de la madre y por la fragilidad de la experiencia, por el mundo que cambia, por las verdades que pasan y la realidad que se impone. Sufre por el rostro amado de la madre que se aleja. Se calla un momento, contempla al médico y sigue su mirada que se dirige hacia la ventana que da a la calle. Al otro lado, en el pequeño jardín que separa el edificio de la acera, crece una higuera. La higuera ya no tiene fruto pero sigue desprendiendo el aroma embriagador que notan los que pasan a su lado, como si un pedazo de naturaleza se hubiera trasladado al centro de Madrid, justo a la puerta del Hospital Infantil. Su fragancia es un don fugaz, como fugaz es la vida, que recibe por la mañana y despide al terminar la jornada. Y en medio del tráfico, y del fragor del día, el perfume de la higuera y su humilde presencia transporta la imaginación y el espíritu a otros lugares y a otros momentos, a mundos perdidos o tal vez solo soñados.

A través de la ventana del despacho se contemplan las ramas del árbol y una pequeña parte del tronco, y es posible imaginar su aroma. La mirada del hombre se ha serenado, como si la angustia fuera menos intensa, o tal vez igual de intensa, pero más llevadera. Por lo menos ahora el secreto y la humillación los comparte con alguien. Alguien que es capaz de comprender.

El médico siente la intensidad del desamparo y comparte los momentos de dolor que a lo largo de su vida también ha sufrido. Siente de nuevo la sorpresa ante el horror de la crueldad, de la violencia ligada a la naturaleza humana, una violencia que de vez en cuando, como ahora, adquiere una dimensión personal, una realidad con rostro y ojos, y ese rostro y esos ojos ya nunca se olvidan.