Sofia
Cuando el marido ingresó en el hospital, tan grave, transcurrieron cuatro días hasta que por fin la dejaron pasar a verlo. Se acercó hasta la cama, se inclinó para besarlo y él retiró la cara, entonces supo que ya no la quería. Antes hubo otras señales, otros indicios, que hubieran podido dar lugar a la sospecha, pero nunca pensó nada, simplemente lo amaba. Le había entregado la segunda mitad de su vida, los segundos veinte años, todos suyos, toda suya. No importaba el desequilibrio de la relación que los amigos veían, nada importaba, ella lo adoraba. Imaginaba su vida siempre a su lado, le bastaba mirarlo, y mirándolo se sentía iluminada.
Hoy vienen los dos a la consulta porque el niño, que ya tiene siete años, confunde las letras, lee al revés los nombre y escribe con la mano izquierda. Los padres, ante la insistencia de él, se separaron hace un año, como buenos amigos, ella, todo el tiempo, pensando en el hijo. Y el hijo, acostumbrado a las ausencias del padre, apenas ha notado el cambio, sigue rebosante de felicidad, ajeno a la tragedia de la madre, anclado en el paraíso de la inocencia.
El hijo se parece al padre, los mismos ojos, la misma expresión soñadora y tiene la dulzura de la madre. Aún no sabe nada, aún no ha recibido el primer golpe, y ella quiere protegerlo, defenderlo a toda costa, retrasarle la dureza de la vida, que de forma inexorable acabará por llegar. Quiere resguardarlo de la incertidumbre y el dolor. El padre está decidido, desea emprender una nueva vida, no sabe si ha sido por la enfermedad o si habría sucedido en cualquier caso, pero se sabe cambiado. Ha conocido a otra persona, piensa que está enamorado, y la vida con el hijo y la mujer ya no le dice nada. Seguir con ellos le deprime, le limita el horizonte, le corta las alas. Desea vivir otra vez, más intensamente, sin restricciones. Olvidarse de todo, dejar las responsabilidades, saborear la libertad, volver a ser joven. Eso es, quiere volver a ser joven. Ella siente que le late el corazón mientras le escucha, anhelante, a la espera de una palabra que le dé esperanza, una señal, aunque sea leve, de que para él, ella aún existe. Pero la señal no llega y la esperanza se pierde.
El marido se ha ido y ella contempla el tiempo que estuvieron juntos. Siente nostalgia y dolor, piensa lo que pudo ser y no fue. Se sienta en la butaca junto a la ventana y reclina la cabeza, se toca la cara, tiene hinchados los ojos y le duelen los párpados. Ve su vida, privada de soporte, a la deriva, y la compara con la vida que imaginó, la que cultivó y deseó que fuera. No fue así. Él se ha ido y es como si la ausencia hubiera tenido la virtud de poner de manifiesto lo que la presencia ocultaba: un inmenso vacío.
Se siente perdida, ya no tiene la imagen de sí misma reflejada en el espejo que era su mirada, la imagen se ha oscurecido, han desaparecido los colores, ha desaparecido la luz. Solo queda la visión de la noche, un océano de grises y negros que la tiene prisionera. Compara la plenitud que sentía cuando él estaba, con el vacío que ha dejado su ausencia, la felicidad de entonces, con el pesar de ahora. Son las dos caras de la vida, la luz y las sombras, y ella está en la oscuridad. La nostalgia va dando paso a la angustia. Siente una ansiedad difusa que se hace cada vez más densa, que se concentra en el pecho y en el estómago y desciende más tarde al abdomen, de manera que hasta los riñones y la espalda parecen haber perdido su función natural, rendidos, ellos también, a la nueva realidad. Se pregunta una y otra vez qué es lo que ha sucedido, nunca había imaginado que la felicidad pudiera ser tan frágil, una copa de cristal finísimo que se rompe, una flor que el viento siega y se marchita. Su amor hacia él permanece intacto y no puede comprender cómo la intensidad de este amor a él no lo conmueve, cómo lo que en ella es fuego a él solo le inspira frialdad.
Sí, eso debe ser el abandono, eso debe ser sentirse abandonada, una forma de dolor que te tiene asida y del que no puedes librarte, como si formara parte del aire que respiras. Y sin aire no hay oxígeno y sin oxígeno no hay vida. La inquietud de la angustia y la desolación del abandono lo impregnan todo, lo que siente, lo que es, lo que hace. Ya nada volverá a ser igual, ya nunca volverá a saborear la dimensión despreocupada y liviana de la vida, esa que la ligaba a los primeros años cuando, fuera cierto o no, se creía feliz. Los amigos intentan consolarla, quieren que vea que las cosas, en los últimos meses, van mejor, pero ella piensa que poco importa que las cosas vayan mejor o peor, lo que importa es que nunca volverán a ser lo mismo, y ella tiene que elegir entre la sabiduría del que no espera nada o esa otra que la permita, aunque sea dolorosamente, vivir con el corazón día a día.
Tiene que dar un paso decisivo si quiere liberarse, si quiere seguir viviendo, tiene que decirle adiós porque él ya no es el que era, porque ya no lo conoce. Entenderlo dentro muy dentro, aquel a quien amó ya no existe, decírselo, ya no te conozco. Piensa en su padre, en la relación tan especial que tuvo con él, en su amor incondicional. Recuerda sus relatos cuando volvió del viaje a Oriente y dijo que venía transformado, como si hubiera accedido a una nueva forma de sabiduría hecha de paz interior, piedad y ausencia de deseos. Eso es lo que ella necesita. El padre cuenta que la visita al recinto sagrado de los templos Kmeres le ha hecho descubrir una nueva dimensión de la vida. Relata que los templos son un símbolo del cosmos, y su arquitectura de puentes, torres, murallas y canales representa también el camino interior que uno debe seguir hasta llegar a un estado de paz que le reconcilie con la vida. Recuerda las palabras del padre y decide buscar y volver a mirar las fotos del viaje. Allí están, en el cajón de la cómoda reservado a sus recuerdos. Contempla la sonrisa enigmática de las cabezas de Brahma situadas a los cuatro lados de cada torre, mirando hacia los cuatro puntos cardinales. Los ojos del dios que vigila, que todo lo ve. El agua, que en forma de canal rodea y delimita el recinto y se multiplica en estanques interiores que separan edificios y reflejan bajorrelieves y arquitecturas, simboliza los océanos. El agua que purifica y que hay que traspasar como primera etapa de ese recorrido que lleva hasta el monte Meru, lugar del santuario y residencia del dios. Tal como el padre lo contaba, el recorrido está cargado de significados, hay que iniciarlo antes de entrar, en la gran calzada bordeada por dos barandillas en forma de serpientes naga, sujetas a un lado por diablos de aspecto feroz, mientras dioses benefactores lo hacen al otro, representando la lucha del bien y del mal. El camino continúa pasada la gran puerta, la gopura, y se prolonga entre las altas torres del recinto interior, símbolo de las montañas de la tierra. En esa representación total del cosmos que los templos Kmeres ofrecen, una sucesión de niveles con escaleras progresivamente ascendentes adentra al viajero en la ascesis del recorrido, de tal forma que el esfuerzo de subir los escalones, cada vez más altos, es el reflejo del camino preparatorio y de iniciación que hay que transitar para llegar al encuentro con el dios. Tres niveles ascendentes y cuatro galerías interiores orientadas a los cuatro puntos cardinales confluyen en el santuario, y la luz se pierde en la longitud inmensa de estos pasillos silenciosos cuya altura disminuye a medida que se acercan a la morada sagrada. Y el padre contaba que, tras la acción purificadora del agua y la ascesis de la subida a través de las torres, se tiene la sensación de que el tamaño corporal se reduce y queda suspendido en la nada de esa luz difusa e inaprensible que cobra plena nitidez justo en el centro, donde la imagen de Buda reposa.
Contempla las fotos del álbum perfectamente ordenadas, y repite el recorrido que hizo el padre y que a ella le contó, y vuelve a sentir las sensaciones que tuvo entonces mientras lo escuchaba. Siente el silencio de aquel lugar perdido, la visión intacta de otro tiempo que al padre lo conmovió. Y ese silencio, contaba él, culminaba en el fulgor rojo del atardecer cuando la selva parecía incendiada y su más alta llama era el templo, y todo era misterio.
Ella entiende el mensaje, solo la ausencia de deseos conduce a la paz. Pero no es eso lo que ella quiere, no es ahí donde se siente reconocida, ella tiene un único deseo, amar y ser amada. Hará el recorrido que el padre hizo, traspasará océanos, ascenderá montañas y llegará a lo más alto, a la morada de los dioses, sí, pero será para gritar, ya no te quiero, no te conozco, quiero seguir viviendo.